Cuba atlántica y mediterrránea: el arte de ida y vuelta de Alejandro Häsler
Tercer Encuentro Internacional sobre Creación y Exilio
“Con Cuba en la Distancia”, Cádiz, 2003.
María Elena Blanco
Voy a hablarles de Alejandro Häsler, artista plástico cubano-suizo-barcelonés nacido en Santiago de Cuba en 1959 de padre suizo y madre cubana, cuya obra ha sido objeto de varias importantes exposiciones en los últimos años, principalmente en Barcelona, pero también, ahora mismo, en el Cercano Oriente, con una exposición itinerante que se ha inaugurado recientemente en Damasco, Siria, y que viajará dentro de poco a Andalucía, concretamente al Instituto de las tres culturas de Sevilla.
Paralelamente a su participación en una importante retrospectiva conjunta "Realismo en Cataluña" en 1999 en el Centro de Arte Santa Mónica de Barcelona, junto a telas de su padre Rudolf Häsler, fallecido pocos meses antes de su inauguración, y del nutrido grupo de artistas de extracción o residencia catalana que podían entonces calificarse de realistas, con toda clase de matices y salvedades, abre su primera muestra individual en la Galería Serrahima de esa ciudad con una exposición titulada “Pictura quasi Scriptura”, centrada en el tema de la pintura a la vez como lenguaje y como silencio. Terminé mi reseña sobre esa primera exposición destacando la calidad de puente entre generaciones y aproximaciones artísticas que caracterizaba hasta el momento la obra de Alejandro Häsler:
Puente: toma de distancia, toma de relevo, toma de posición: salto. Salto cualitativo, artístico y vital, es el que da a partir de ahí Alejandro Häsler, que lo alza ya en la cuesta de su talento hacia una evolución impredecible pero intensamente preñada de carisma y potencia creadora. Esa evolución no podía sino ir al encuentro de sus raíces profundas a fin de integrarlas en su expansiva red de coordenadas vitales y artísticas.
La más reciente exposición de Alejandro inaugurada el año pasado en Barcelona –ésa que desde Siria y Túnez ya se acerca por el Mediterráneo, hacia estas tierras– lo demuestra con creces. Esta muestra, “La Habana – La Atlántida”, es la que da título a la presente ponencia y a la que quisiera ahora referirme.
Esa Cuba atlántica y mediterránea a la que aludo es el blanco de una andadura que va de Santiago de Cuba y La Habana al Mediterráneo y de nuevo a La Habana: una andadura que he llamado de ida y vuelta, como los cantes flamencos que hicieron un recorrido similar en múltiples viajes transatlánticos, transformándose y aclimatándose en cada orilla para ser adoptados por todas ellas como propios, con distintas características: así la habanera y el punto cubano, la colombiana y el tango, entre otros. ¿Qué halla Alejandro Häsler en ese viaje de regreso a La Habana, que dejó a los ocho años? Halla la Atlántida: la ciudad soñada, imaginada: sumergida en un medio húmedo que la corroe y la devora. Dice, y lo cito: “Cada vez que he vuelto alguna casa que he pintado se ha caído”. En esa búsqueda hacia atrás reconoce sobre el terreno lo que ya conocía intuitivamente: naturaleza y arquitectura que habían hecho mella en su memoria y yacían latentes para ser luego despertadas muy lejos de allí, en lugares aparentemente insólitos. Ese medio atlántico de su Cuba natal lo reconstruye, transpuesto, en el medio mediterráneo de su Barcelona adoptada y luego, mediante la influencia de su padre, con su obsesión por Tánger, en el Mediterráneo mesoriental y africano: Marruecos, Egipto, Líbano.
Es en África –lugar clave, lugar bisagra– donde bebe en las fuentes del paisaje y del arte primitivos y, sobre todo, donde se produce la iluminación: donde ve el anticipo de Cuba. Su visión resulta progresivamente multiplicada e intensificada por varias capas –por así decirlo– geológicas (la europea, la china –pues ha hecho estadías en China para estudiar la caligrafía ideográfica con un maestro local– y la africana: las tres que conforman las coordenadas étnicas cubanas), pero también vivenciales, afectivas. Dice Alejandro: “Cuando vi la sabana de Malí, con los baobabs tan parecidos a la ceiba cubana, una fuerza me impulsó a echarme boca abajo y tocarla con todo mi cuerpo.” A partir de ese momento considera a África indispensable también para entender no sólo lo cubano, sino el antiguo mundo mediterráneo, como ya habían descubierto antes que él Pasolini, en el cine contemporáneo, y tantos artistas plásticos atraídos en alguno u otro momento de su evolución por la corriente que se ha dado en llamar “orientalista” – por ejemplo, otro artista caro a Alejandro Häsler, el romántico Delacroix.
Su visión de Cuba, entonces, es también una especie de prospección arqueológica: inventariar lo ya caído, documentar lo por caer para conservarlo al menos en el lienzo: inventario y documentación, sin embargo, no académicos sino poéticos, subjetivos, parciales a cierta luz que pone al descubierto el drama de la belleza en decadencia de La Habana. Se trata de una pintura que plasma ese drama no de forma literal sino simbólica, no fotográfica sino hermenéutica, interpretativa, reflejando, como ha dicho el amateur y crítico de arte Víctor Fernández, la “esencia emocional” de esos lugares, que no es más que la suya propia, la del artista, superpuesta a ellos. En telas con títulos como “Amanecer en La Habana”, “Después de la tormenta en La Habana”, “Teléfono en La Habana”, “Sábana blanca”, “Iyabo”, “Yemayá”, “Caronte”, “Muro de Pompeya”, “El diluvio”, “Charco lunar” –verdadero viaje también por las esencias étnicas y telúricas de Cuba– la pátina de luz y agua, de luminosidad difusa y humedad penetrante recorre y reviste la ciudad desde sus motivos aparentemente plácidos como sus puertas y rejas barrocas, pasando por las formas esqueléticas de edificios en ruinas roídos por el insidioso aire de mar y el descomunal descuido al que están cotidianamente expuestos, hasta la forma pura del agua, hasta el mismo mar que se ha tragado, voraz, más de una Atlántida.
Víctor Fernández dice acertadamente que en esta serie Alejandro Häsler “retrata la amalgama afroeuropea que es Cuba”. Por su parte, Alejandro asume plenamente ese carácter multiétnico cubano, que empieza por la asunción de su propio mestizaje cultural y, por ende, de la problematicidad de una identidad compleja y en ciertos aspectos hasta antagónica, que mezcla la proverbial desmesura de lo tropical y la pseudo-racionalidad europea y, en su caso particular, la fuerza pasional de lo germano y la fineza andaluza legadas por sendos progenitores superpuestas a la ligereza de sangre y al sesgo espiritual del ángel de la jiribilla lezamiano o el colibrí de Sarduy como símbolos del genio cubano. Todo ello a través del prisma de un realismo pictórico muy sui generis, como lo describe el propio artista, que dice al respecto: “Hace años que mi pintura dejó de ser abstracta para abrirse a la realidad. Creo que la realidad, observada desde la subjetividad, es una fuente inagotable de estímulos para un pintor. Se convierte así la pintura en una herramienta de conocimiento, en la captura de esos residuos de una visión, de todo aquello que está, fugazmente, entre el ser y el no ser”[1]. Ese vaivén existencial, esa doble vida característica de esa generación del exilio cubano a la que pertecemos tanto él como yo y como muchos de nosotros aquí presentes –la llamada “segunda generación”, la llamada a recrear poéticamente el lugar vislumbrado y perdido para siempre, a suplir esa carencia– tiñe de múltiples y muy diversos matices transculturales la visión de aquel lugar deseado y la potencia con una profundidad adquirida por fuerza mayor: “ventaja” creativa de esa generación tan largamente despojada de lo propio e impulsada a reconstruirse a partir de meros fragmentos una identidad y un lenguaje que todo contribuía a obliterar. Iván de la Nuez, en su obra La balsa perpetua, hablando de otros artistas cubanos, resume muy bien el quimérico empeño de esa generación: se trataría, según él, de “rescatar el futuro que le hubiera correspondido…, de un viaje personal a un futuro escondido, a una vida hipotética; al tiempo perdido de las cosas que hubieran podido acontecer…” : un tiempo que “nos otorgaría, para estas fechas, un presente que hubiera sido otro”. Al mismo tiempo, sin embargo, esa recreación, en tanto acto de creación, incorpora y exalta el presente efímero, el instante en que todo objeto brilla ante el ojo del artista para transformarse imperceptiblemente en otro en el instante siguiente de la constante pérdida que supone la visión en el tiempo, sólo plasmable con cierta pretensión de durabilidad en la tela o la página de dibujo o de escritura.
El realismo de Alejandro Häsler está
lejos incluso de toda aspiración de “corrección” documental o
trascendentalista. Declara hasta “cierto desinterés por el perfeccionismo,
dando las obras por acabadas bastante antes de lo que podría, incluso revelando
en el resultado final partes del proceso de trabajo”. Es, además de su rica y
singularísima experiencia personal y artística, este rasgo,por así decirlo,
escritural de su pintura, ese resto o traza del proceso de producción de la
obra, sumado al tratamiento yo diría afectivo de la luz y del color, lo que
caracteriza esta última muestra de Alejandro Häsler, que nos toca tan de cerca
y que además se viene acercando a Cádiz, que les insto a ver y a contemplar con
la mira puesta en la ya indudable ascendencia meteórica de este artista cubano
de ida y vuelta.
[1]Alejandro Häsler, Catálogo de la exposición “Quiasma”, pág. 19.
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Exposición Alejandro Häsler: El lugar del padre / En el nombre del hijo
Galería Serrahima, Barcelona
4 de noviembre a 4 de diciembre de 1999
María Elena Blanco
Se ha inaugurado en la nueva Galería Serrahima de Barcelona la primera muestra individual de Alejandro Häsler, artista plástico cubano-suizo-barcelonés (Santiago de Cuba, 1959), con obra realizada en los últimos ocho años, coincidentemente representada también en la retrospectiva conjunta "Realismo en Cataluña" aún a la vista hasta el 30 de noviembre en el Centro de Arte Santa Mónica junto a telas de su padre Rudolf Häsler y del nutrido grupo de artistas de extracción o residencia catalana que pueden calificarse, con toda clase de matices y salvedades, de realistas. Anteriormente, la obra de Häsler hijo había figurado entre las catorce escogidas para participar en la importante exposición Realisme d'avantguarda organizada en 1998 por la galería Llucià Homs, muestra cuyo no menor mérito fue el de dar un primer aperçu de artistas dispersos de una misma y novísima generación.
EL LUGAR DEL PADRE
Ocasión ésta de especial significación para Alejandro Häsler: fallecido su padre hace sólo unos meses en plena madurez artística que parecía conducirlo, dada su extraordinaria vitalidad y pasión creativa, a una verdadera apoteosis de virtuosismo y a un tardío pero asaz merecido reconocimiento, he aquí a este artista que apenas roza los cuarenta años y que había vivido hasta quien dice ayer a la vera de tal padre, con todo lo que ello conlleva a la vez de inevitable y fructífero aprendizaje y de toma de distancia; helo aquí pues en la situación existencial de tomar el relevo, de asumir, elevar y superar, sobrepasándolo, hegeliana y lacanianamente, el nombre del padre[1]: todo ello, desde luego, no en aras de negar una ascendencia legítima sino de afirmar la propia, de impulsar el propio vuelo con aun mayor audacia y deliberación. Porque estas cualidades no han faltado en absoluto a Alejandro Häsler, como se podrá apreciar en las variadas series de obras, muy suyas, que propone a nuestra contemplación. Nada de "influencia" paterna aquí, nada de inhibición ante cánones ajenos; sí, en cambio, un feliz legado: la afición al retrato y al paisaje y un compromiso de total entrega a una actividad considerada tan vital como la respiración.
El padre y la pintura del padre son potencialmente el lugar espejeante en el que reflejarse y reconocerse y, al mismo tiempo, el lugar abismal de la pérdida de identidad. Siguiendo instintivamente tal vez el movimiento inverso --nacido en Cuba, trasplantado a Europa, criado en Barcelona-- que desde siempre lo distingue de la deriva paterna (alpino atraído por el trópico, por lo mediterráneo), Alejandro Häsler consigue eludir ambas trampas del espejo. La superficie espejeante, por cierto, resulta ser una de las claves de la pintura de Häsler padre: mediante una técnica de repetidas veladuras logra, en los paisajes o exteriores, una simultaneidad de anverso y reverso, una tangencialidad del reflejo externo e interior, y en los retratos una pátina reflectora que parece devolver al contemplador su propio rostro superpuesto a la imagen pintada. A la luz del análisis que hace Gilles Deleuze de las paradojas del sentido[2], es éste un efecto de superficie y no de profundidad --o perspectiva--, un campo topológico de contacto y extensibilidad virtualmente intemporal, infinitamente recurrente en una sucesiva lectura al derecho y a la inversa. Así lo sugiere, por ejemplo, esa potencial cinta de Möbius que es Chicago en abanico, o aquellos fragmentos de fachada urbana, el Bar nocturno y la casa de seguros Lee Wong & Leong. Todo lo visible se despliega a lo largo de una única superficie continua y de doble cara por la cual el ojo resbala insensiblemente, en la cresta de su parábola, hacia el otro lado: doblez contigua que distribuye por igual la imagen --y el sentido resultante-- de parte y otra (anterior/posterior y en ambas direcciones laterales) en una suerte de imparcialidad consustancial a la impasibilidad distanciada y neutra que emana del trazo del artista y a la serena quietud que ello suscita en el espectador.
EN EL NOMBRE DEL HIJO
El motor que impulsa creativamente a Alejandro Häsler, en cambio, es el pathos: la intensidad más que la extensibilidad, la sumersión en la opacidad del mundo a expensas de su "luminosa liminalidad", parafraseando una irresistible adjetivación del crítico de cultura y arte H.K. Bhabha[3]. Mientras que Rudolf Häsler, atendiendo quizá a la estoica sentencia de Valéry --le plus profond, c'est la peau-- multiplica en sus telas los elementos sugerentes de profundidad (en los retratos, diversas texturas de fondo como cortinajes, tapicerías, paredes, o detalles sobresalientes como la bufanda de Bowles, y en los exteriores, cristales, azulejos y otras superficies de distinta luminosidad o planos contrastantes) pero lo sitúa todo en una relación de continuidad/contigüidad en la que un elemento fluye imperceptiblemente en el siguiente, los retratos de Alejandro Häsler son verdaderos estudios en penetración, por así decirlo, más allá de la piel: emergen del fondo insondable de la tela, sin decorado alguno, en toda su desnuda gestualidad, involucrándonos en su interioridad, en su (nuestra) problemática. Sus paisajes, como ha observado José Kozer en el texto incluido en el catálogo de la muestra, parecen esconder un mundo de vida soterrada. Además, los mecanismos de distanciamiento y de autorreflexividad a que echa mano Alejandro Häsler serán, como veremos, otros: centrados, más que en la técnica pictórica per se, en las temáticas y la composición, en el concepto global de cada cuadro, ya sea individualmente o dentro de un determinado conjunto, y de cada uno de éstos al interior de una determinada serie. Desde esta óptica, muchos cuadros, una vez colocados en ese contexto heteróclito o serial, relativizan su referente externo y pasan a integrar una unidad más abstracta y autorreferencial.
Ese talante ha llevado ya a Alejandro Häsler a emprender aventuras creativas como su retrato de la mortandad humana a partir de cadáveres destinados a la investigación en la Facultad de Medicina --continuando, a su aire, una arraigada tradición clásica-- y su paciente trabajo con modelos sordomudos para la realización de sus recientes series centradas en la pintura como silencio: "Muda elocuencia", orquestada como una procesión de trece figuras que apuntan mudamente, por señas, a tres escenas de naturaleza vespertina, y "Requiem", tríptico compuesto de un paisaje central flanqueado por dos desgarradores retratos en grisalla, platos fuertes de la actual exposición junto con "Homenaje a Tarkowski", políptico de cinco cuadros enmarcados a su vez por dos telas de textura matérica y monocroma en rojo y azul, el único de los 40 collages o proyectos de gran formato realizado hasta la fecha en el marco de la serie Apuntes para una pintura de historia, dedicada a la pintura como lenguaje, que incluye además los 72 dibujos de la caja-libro "La mirada inocente", trabajo realizado a lo largo de varios años sobre la base de fotografías de prensa. Alejandro Häsler ha querido organizar esta muestra como una instalación: en la sala inferior, las voces del silencio arropadas por imágenes de vídeo; arriba, la polifonía de lenguaje virtual y música de Mahler.
PINTURA / SILENCIO / LENGUAJE
"Muda elocuencia", reelaboración del tema cristiano de la Última Cena, consta de trece retratos de igual dimensión: un autorretrato del artista en el lugar de Cristo --no al centro sino a la cabeza del grupo-- en calidad de oficiante y pidiendo silencio, y doce figuras de apóstoles (o colegas de la especie), hombres y mujeres, haciendo cada uno el gesto correspondiente a un signo, a una palabra del lenguaje de los sordomudos. En "Requiem", terminado a raíz de la muerte de su padre, los retratos situados a cada lado del paisaje central --sombrío, solitario: naturaleza en su estado prístino y perplejo, recién salida de la nada-- son la pura imagen del pathos humano: a la izquierda un hombre desnudo profiriendo un descomunal grito de dolor, a la derecha una desnuda joven de expresión triste con un niño rígidamente en brazos --ése que al otro lado grita, o Aquél que fue crucificado o el que hoy es torturado o explotado--: insólita pietà frente al ciclo inexorable de nacimiento y muerte, de la precaria condición humana, de la existencia del mal. Compasión: sin duda es ésa la temática fundamental de estas obras figurativas de Alejandro Häsler en las que la técnica del retrato redunda en una máxima naturalidad expresiva gracias a un trabajoso proceso de repetidas sesiones cortas y concentradas con el modelo a fin de impedir la más leve congelación del gesto y lograr una considerable acumulación de intensidad emotiva.
No obstante, se trata de mostrar, como apunta Bhabha glosando un poema de Auden, no el sufrimiento como tal --en este caso-- sino la forma en que el arte significa el sufrimiento. Cabe insistir en este aspecto significante e inmanente del propio proceso de creación, de "escritura" pictórica, que sirve de mediación por una parte entre el artista y el medio --entre el acto y la tela-- y por otra entre la obra de arte y el espectador. Curiosamente, y sólo a este respecto, con estos temas de la pintura como silencio y como lenguaje o escritura, Alejandro Häsler se suma al linaje de la pintura meditativa del cubano Severo Sarduy --cuya obra pictórica, poco conocida, fue expuesta a principios del año pasado en el Reina Sofía de Madrid-- y de otras tendencias análogas del arte --no sólo pintura, sino también escultura, instalación, vídeo-- de la diáspora cubana, sobre todo en los últimos 20 años. Así, en "Muda elocuencia" el propio gesto de pedir silencio se inscribe en una tradición poética en la que antes de dar acceso a la obra artística (en ese caso al canto, al poema, que sería emitido no espontáneamente por el poeta sino al dictado de alguna Musa), se ruega silencio y el cese de toda actividad intencional, como pudiera ser la caza o la guerra (por ejemplo, al inicio de las Soledades o el Polifemo de Góngora) o el habla ordinaria, de todo lo que sea negotium, negación del ocio atento: silencio y mediación necesarios para marcar la distancia que separa al arte de la vida, que distingue la elaboración artística --doma sublimada del deseo-- de la inmediatez de la pulsión o el instinto gracias a la intervención del dispositivo simbólico del lenguaje literario o pictórico y su inscripción o aplicación en el papel o lienzo por medio de la palabra o el pigmento. En el políptico "Homenaje a Tarkowski", las dos altas telas densamente impregnadas de puro color, que encarnan el elemento material que habla en la pintura y delimitan, cual vallas, el espacio físico-temporal del proceso de la representación frente al mundo del negocio cotidiano, sirven de encuadre al tríptico interior que consta, a modo de retablo vertical, de una escena referencial, "realista", enmarcada por el caos (campo de manchas en que se gesta la imagen) y la escritura (cifra u oráculo susceptible al desafío de la interpretación).
COMPASIÓN / COMPRENSIÓN / COMUNICACIÓN
Realismo, sí, pero ni ingenuo ni académico puesto que aprovecha, en el contexto de un interés fundamentalmente figurativo, la abstracción cromática y lingüística, como antes había recurrido a la deriva ideográfica y gestual --por ejemplo, durante su estadía en China, donde exploró el arte conceptual del ideograma-- y propone una obra abierta que insta a reflexionar, en torno al quehacer artístico, sobre las nociones de azar y serialidad, autoría y cultura de masas. Se trata pues de una toma de posición holística, a través del arte, frente al enigma de la humanidad: ante el ser humano y la naturaleza en su expuesto, en su orgulloso estar-ahí, el artista se arriesga, humilde y temerariamente a la vez, a hacer de comunicante sordo y mudo --anónimo-- que exhorta a callar y a sentir la pintura del silencio y como silencio y a descifrar su "lenguaje" en un lugar extraño claramente designado como otro, como transpuesto --esa superficie de pintura colgando del muro, llamándonos con toda una sarta de signos, comprometiéndonos: mirándote a los ojos--; que insta a ver y comprender lo que la cháchara y el negocio, en su desmesura, se empeñan en desconocer: la hermosa, tierna, terrible condición mortal del hombre y la mujer, la com-pasión como único modus vivendi poético sobre la Tierra. A años luz del arte "ensimismado", aquí el artista apuesta, en sus propias palabras, por "tender un puente hacia el otro", por ser el intérprete de un "habitar poético", como diría Heidegger a propósito de Hölderlin[4], entre el "mérito" terrestre y el cielo inefable, entre la suspensión del negotium para dar lugar a la enunciación o la representación y aquello que Bhabha ha denominado la negociación[5] implícita en toda comunicación humana.
Puente: toma de distancia, toma de relevo, toma de posición: salto. Salto cualitativo, artístico y vital, es el que está en vías de dar Alejandro Häsler, el que lo alza ya en la cuesta de su talento hacia una evolución impredecible pero intensamente preñada de carisma y potencia creadora.
Viena, octubre de 1999.
[3] Homi K. Bhabha, "Aura and Agora: On Negotiating Rapture and Speaking Between", Negotiating Rapture: ThePower of Art to Transform Lives, Chicago, Museum of Contemporary Art, 1996.