LA
LITERATURA FRANCESA EN ORÍGENES
Ponencia presentada en el Congreso Internacional "Cincuentenario de Orígenes",
La Habana, 1994
Publicada en
Vigencia de Orígenes. Textos del Congreso Internacional «Cincuentenario de Orígenes»,
La Habana, Academia, 1996
María Elena Blanco
El
presente trabajo es la primera parte de un compendio analítico de la literatura
francesa presentada en Orígenes. No constituye un estudio exhaustivo de la relación profunda entre ciertos autores franceses y las
respectivas obras de los integrantes del grupo Orígenes ni de la posible
influencia o huella concreta de esos autores en dichas obras. Se tratará, sin
salirnos del marco de la revista, de dar una visión de conjunto, integradora,
del enorme corpus de literatura, pensamiento y arte franceses ofrecido en las
páginas de los 12 años y 40 números de Orígenes y del diálogo
permanente, paralelo, que mantuvieron con ese corpus los escritores del grupo,
señalando, en los casos más salientes, la motivación profunda del interés
origenista por esos textos franceses, que en su gran mayoría contribuyeron a
apuntalar y, más aun, a colocar en su debido e ignorado marco de resonancias
universal el quehacer poético y fundacional ‒fundamental para Cuba, sin duda, y
quizás, en alguna medida también, para el continente‒ del grupo Orígenes. Como
oportunamente señaló Lezama, refiriéndose a la trayectoria de Orígenes, “por
primera vez entre nosotros lo contemporáneo no era una nostalgia provinciana,
sino un conocimiento cercano de diálogo y de comunidad creadora”[1]. Concretamente, veremos que los principales
textos franceses traducidos y publicados a menudo reflejan orientaciones
poéticas afines a las que se plantearon Orígenes y la llamada generación
de Espuela de Plata, que venía colaborando desde hacía años en las
distintas revistas preorigenistas, y que casi todos esos textos refuerzan la
posición de Orígenes frente a coyunturas literarias o éticas que se
plantearon también en el seno de la propia cultura cubana como vanguardismo,
hermetismo, poesía social, poesía pura, aislamiento, civilidad, entre otras,
postura que Lezama define lúcidamente ya a favor de la creación y sólo de la
creación en el primer número de Espuela de Plata (1939): “Mientras el
hormiguero se agita ‒realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil y torre‒
pregunta, responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente y nos da la mejor
solución: Prepara la sopa, mientras tanto voy a pintar un ángel más.”[2]
Si
bien desde el siglo pasado las revistas culturales cubanas venían presentando
extractos de obras francesas, por primera vez en Orígenes se presentan
obras literarias capitales, a veces en su totalidad, de los autores franceses
recientes o contemporáneos de mayor repercusión en la literatura occidental, en
versiones castellanas realizadas por los propios integrantes del grupo Orígenes
o por colaboradores cercanos a él. Cabe señalar el mérito intrínseco de que en
Cuba se hiciesen traducciones de esa envergadura y la importante virtualidad
que el desvelamiento de esas obras suponía para la cultura cubana ‒virtualidad
desde luego ignorada por el público que hubiese podido aprovecharla‒ pero
virtualidad al fin que iría abonando imperceptiblemente el espacio cultural
cubano.
Orígenes publicó textos de creación literaria de autores
franceses en traducción ‒algunos de ellos inéditos‒; textos críticos de autores
franceses sobre temas literarios o artísticos franceses, e incluso sobre temas
cubanos; y textos de autores no franceses sobre asuntos de literatura o arte
franceses. Entre esos autores, además de poetas, narradores y críticos
literarios, hubo filósofos e historiadores, pintores y artistas gráficos, y
críticos de arte y de música.
Aparecieron
en Orígenes los siguientes textos de creación literaria de autores
franceses, por orden cronológico según la fecha de nacimiento de éstos:
Un
golpe de dados jamás abolirá el azar, de Stéphane Mallarmé (1842), trad. y notas de Cintio Vitier[3];
Dos
textos de Paul Valéry (1871), el primer fragmento del Narciso, trad. de
Cintio Vitier[7], y un fragmento de la Monsieur Teste, trad.
de Guy Pérez Cisneros[8];
Dos
textos de Albert Camus (1913), un extracto de Nupcias, trad. de Soledad
Salinas[19], y un capítulo de El hombre rebelde, trad.
de José Rodríguez Feo[20];
Dos
textos sobre temas cubanos, uno de Hyppolite Piron sobre costrumbres cubanas en
el siglo XIX, trad. de Rodolfo Tro[25], y otro sobre Lydia Cabrera de Francis de
Miomandre[26];
Textos
de los artistas plásticos Georges Braque, trad. de José Rodríguez Feo[27]; André Masson, trad. de José Rodríguez Feo[28]; Jean Hélion[29]; y Robert Altmann[30]; y, por último,
Los trabajos sobre temas de literatura y arte
franceses por autores no franceses publicados en Orígenes fueron los
siguientes:
Un
ensayo sobre poesía y pintura europeas, con referencia mayormente a autores
franceses como Baudelaire y Mallarmé, entre otros, de Wallace Stevens, trad. de
José Rodríguez Feo[40].
En
los dos números de Orígenes dirigidos por José Rodríguez Feo, en los que
se publicaron materiales que estaban destinados a la revista fundadora y
fundacional, figuran traducciones de Rodríguez Feo de 13 poemas de René Char
(nacido en 1907)[41] y de un artículo de Wallace Fowlie sobre Raymond
Radiguet[42], novelista precoz nacido en 1903 y fallecido a la
edad de veinte años, al que se ha llamado alguna vez el “Rimbaud de la novela”.
Aparte de este impresionante catastro de cultura francesa, cabe señalar las
numerosas alusiones y referencias comentadas a autores franceses contenidas en
la mayoría de los artículos y ensayos de los colaboradores de la revista,
incluidos en primerísima línea los escritores del grupo Orígenes.
En
esta primera parte analizaremos brevemente la significación para Orígenes
de algunas de las obras poéticas publicadas cuyos autores nos parecen tener la
mayor afinidad con las preocupaciones y aspiraciones de la revista. Entre
éstos, descubrimos dos linajes principales que pasan inevitablemente por
Baudelaire, verdadero surtidor que recoge y elabora los aportes románticos y
parnasianos y los devuelve cualitativamente transformados, sentando así las
bases para toda la poesía posterior y creando al mismo tiempo una obra fundada
en una modernidad que aún no envejece.
Baudelaire
aportó a la poesía francesa, a mediados del siglo XIX, un frisson nouveau,
como tan acertadamente lo resumió Victor Hugo: un escalofrío desconocido en
ella hasta entonces. La aparición de Las flores del mal causó asombro y
desconcierto, y el proceso judicial emprendido contra la obra demostró que se
estaban produciendo cambios profundos en la relación entre la función del
escritor y de la obra de arte y la sociedad. En efecto, Baudelaire trae consigo
una nueva mirada y un nuevo concepto estético acordes con un mundo cada vez más
complejo y despiadadamente materialista, si se tiene presente que el positivismo
imperaba entonces en todas las esferas del pensamiento y la expresión. En un
artículo de Humberto Piñera Llera sobre Jorge Santayana publicado en Orígenes
se afirma, hablando del pensamiento filosófico, que “la segunda mitad del siglo
XIX acusa una sensible falta de peso espiritual”[43]. Es que ese peso se concentró íntegramente a
partir de ese momento en la poesía, gracias a la latente revolución que iba
gestando Baudelaire. Esta nueva mirada característica de la modernidad que
Baudelaire descubre en ciertos pintores contemporáneos suyos, como Delacroix y
Constantin Guys, y que él inaugura en la poesía, es, por una parte, una mirada
dolorosa, compasiva, hondamente anclada en lo humano, que equipara a todos los
hombres por el pecado original, y a la vez, paradójicamente, una mirada
individualista, no exenta de elitismo, que reivindica el derecho a la
diferencia y, por ende, es también una mirada no convencional,
transgresora. Según nos dice Baudelaire
ya en 1846, el elemento particular de esta concepción estética de la belleza
proviene de las pasiones, y como tenemos pasiones particulares, tenemos nuestra
propia belleza...[44]. Ese “nosotros”, por lo tanto, es equívoco,
engañoso: el poeta que asume el nosotros lo hace sólo para decirnos que cada
uno de nosotros es distinto, particular, y que la quintaesencia de esa
particularidad es el estilo, la originalidad de cada cual, y en grado sumo, del
poeta. Esas “pasiones” no son las efusiones románticas de antaño sino los
desgarramientos a menudo patológicos que impone al hombre moderno lo que
Baudelaire definió como la doble postulación del alma, la escisión del sujeto
entre los efectos devastadores del spleen,
del hastío, y el ansia insaciable de infinito, el “Ideal”, entre “infierno” y
“cielo”, Dios y Satán: tendencias contradictorias que en el hombre pugnan
inexorablemente y que subyacen la estructura de esta obra. Las flores del
mal presenta una fuerte coherencia en todas sus etapas, desde el combate
que se libra en la primera parte entre Spleen
e Idéal, los “cuadros parisinos” que
ilustran la experiencia cada vez más degradante del artista en la vida de la
gran ciudad cosmopolita, la evasión a través del alcohol, el opio ‒los paraísos
artificiales‒ y la atracción de las perversiones; el fútil intento de rebelión
y, por último, la muerte, en la que espera encontrar quizás lo único que pueda
salvarlo del tedio: lo verdaderamente nuevo, lo desconocido. El poeta debe
hurgar hondo en el alma humana para extraer la belleza del mal, pues la
dimensión demoníaca ‒el pecado, la culpa, el remordimiento, el vicio‒ es la
fibra misma de la modernidad, junto con su novísimo concepto de belleza
particular y artificiosa. Al respecto, nos dice Cintio Vitier en un artículo de
1950: “Todo lo que había de teatral y grueso en el primer demonismo romántico
se purifica y muestra sus raíces ontológicas, ligadas al misterio eterno del
pecado original”[45]. Hay un evidente sustrato religioso en esta
visión que se debate entre la conciencia de culpabilidad y la necesidad de
salvación. La vía de esta salvación será ese nuevo arte de la modernidad que
consiste, como señalaba Lezama, en “buscar las tierras incógnitas de la poesía”[46], en mostrar el alma al desnudo (recordemos aquel
título baudelairiano, Mon âme mise à nu), en desenmascarar las
obsesiones y las apariencias, descubrir la proyección de la angustia personal
en el ritmo y el paisaje de la ciudad, dejándose llevar a ratos por la evasión,
el ocio y la voluptuosidad (que hace pensar en cierta afinidad con aquella “voluptuosidad
de lo cubano y a la vez cierto costado frío de la vida cubana” que observaba
Lorenzo García Vega, quien ha reconocido explícitamente el influjo que tuvo en
él Baudelaire en su juventud)[47] y, por último, en una aspiración de totalidad que
llene el vacío existencial, a la cual asciende el poeta mediante la búsqueda de
las correspondencias que borran las fronteras de los sentidos y permiten crear
esa sorcellerie évocatoire, ese “embrujo evocador” que logra
momentáneamente la unidad del sujeto y del objeto y que será la clave del simbolismo
posterior. Gracias a su novedosa y coherente visión del mundo ‒la “lucidez” que
destacó en él Lezama[48]‒ y a su capacidad de efectuar una apretada
síntesis de ideas, sensaciones y sonidos en la estructura poématica, Baudelaire
alcanza en su poesía una hondura ontológica y psicológica inédita hasta
entonces. A pesar del escándalo inicial provocado por su obra, su influencia se
ejerce de modo tardío y gradual. Primero
se valorarán sus aportes estilísticos, su lenguaje llano y directo, sus efectos
musicales y estróficos y sus imágenes sugestivas obtenidas mediante eficaces
analogías, símbolos y metáforas, esa técnica que Vitier describe como “vehículo
abierto a toda la plenitud de la voz del alma y por igual cerrado a las
complacencias retóricas y a las liviandades esteticistas”[49]. Su pensamiento poético, sin embargo, no se
comprenderá cabalmente, no se sentirá
sino hasta mucho después, hacia 1880, en pleno auge simbolista, con excepción
de unos pocos como Leconte de Lisle, Verlaine y Sainte-Beuve, quienes supieron
ver inmediatamente en él a un verdadero genio poético e intelectual que
modificaría radicalmente la sensibilidad literaria francesa.
El primero de esos linajes que hemos
mencionado, entonces, parte de Nerval y, a través de Baudelaire, nos lleva a
Mallarmé y posteriormente a Valéry; el segundo arranca de Baudelaire, pasa por
Lautréamont, se afianza con Rimbaud y desemboca en Claudel. En sus distintas
épocas y perspectivas, todos estos autores tienen en común ‒entre sí y con los escritores del grupo
Orígenes‒ la vivencia de la poiesis, de la creación poética,
como vocación absorbente y absoluta y como medio de realización y salvación ‒o
perdición‒ personal, como lo ha dicho Fina García Marruz en Orígenes: “A
partir de Rimbaud, el menester poético compromete totalmente a la persona, en
sus extremos de salvación o perdición eternas”[50]; y comparten también una clara conciencia, por
una parte, de la profunda relación del lenguaje con el Ser y con lo invisible,
lenguaje concebido, en su misma materialidad, como destello o espejeo sobre
base de ausencia, y por otra, del carácter no utilitario de la literatura, es
decir, de su literariedad, de su ser otro o, como diría Lezama, de su segunda
naturaleza. La fascinación por lo desconocido, la sed de absoluto y el intento
de alcanzar una totalidad o una perfección imposible también caracterizaron a
estos escritores. En el caso de Nerval, ello se refleja, por ejemplo, en su
búsqueda de una misma amada ‒real, literaria o legendaria, o todo a la vez‒ a
través de distintas mujeres de épocas y ámbitos diferentes, lo que le llevó a
la locura; para Mallarmé se trata, en un primer momento, de la búsqueda de un
ideal inefable y etéreo que denominó el azur
y más tarde de lo que llamó la “Idea”, la sustitución material efectiva del
objeto en y por el lenguaje poético; y para Valéry significa el logro de un
estado de suspensión temporal ‒en el acto de creación poética‒ en el que cuaja
en el espacio otro del poema la absoluta unanimidad de Ser y lenguaje, que
consiste en la perfecta adecuación de los aspectos material y espiritual de la
palabra, para lo cual han de ponerse en acción todos los recursos lingüísticos,
fonéticos y retóricos del artista a fin de crear, de modo deliberado y lúcido,
los efectos deseados. Pasando al segundo linaje señalado, en Lautréamont
resalta la vocación de rebeldía a ultranza, de transgresión absoluta guiada por
una pulsión vital ciega que se complace en hurgar en el mal y extraer de él
toda suerte de voluptuosidades ‒empresa iniciada, como hemos visto, por
Baudelaire y presente en toda su obra, desde Las flores del mal hasta Los
paraísos artificiales‒; luego irrumpe Rimbaud con su rechazo de la moral de
la época, su comportamiento abiertamente escandaloso y delictivo y su práctica
del "desarreglo de todos los sentidos" para “cambiar la vida” y
hacerse “otro”, “vidente”, experimentando con las sensasiones, incluso bajo la
influencia de la droga y llevando a extremos insospechados las correspondencias
de Baudelaire; por último, Claudel, para quien la Temporada en el infierno
y las Iluminaciones de Rimbaud constituyeron una revelación profunda que
marcó toda su evolución poética y vital, se propone combinar en la poesía la
esencia del lenguaje y la esencia espiritual, concebidas como soplo de
inspiración por mediación de la gracia y de la fe y, al mismo tiempo, expresión
corporal y eminentemente oral, exultante, del misterio y la gloria de la
creación divinas.
Son
éstos, pues, poetas que han empujado cada vez más hacia el infinito el límite
de las posibilidades del lenguaje y de la expresión poética y, en ese empeño,
es evidente la afinidad con la ambición poética de Orígenes y muy en
particular de Lezama, quien, en su polémica con Jorge Mañach, argumentaba que “casi
todo el gran arte y gran parte de la filosofía contemporánea llevan sus
problemas más allá del contorno, del muro o de las limitaciones de la lógica
causalista”[51].
Orígenes
se planteó, frente a la vacía
realidad intelectual y política del país, como una alternativa marginal y
minoritaria, iconoclasta y trascendentalista, con una altísima misión de
creación y calidad, de proyección gravitante y ejemplaridad virtual. La
búsqueda del conocimiento a través de la creación poética, tentativa coral y al
mismo tiempo multifacética por las diversas aproximaciones individuales de los
integrantes del grupo, fue una aspiración heredada de aquellos antepasados
poéticos universales que acabamos de mencionar, para establecer, al decir de
Lezama “un estado de lo necesario posible en nuestra sensibilidad (...), una
ciudad, una resistencia erguida frente al tiempo”, por oposición a “la ruptura
de meras superficies y lo inconnu abandonado, maltratado por
simples mordeduras y requiebros ineficaces”[52], crítica velada a la generación de avance,
representada por la revista del mismo nombre.
Pasando
a los propios textos publicados en Orígenes, en relación con el primer
linaje de autores franceses que señalamos, en el artículo de Emile Noulet sobre
“el caso Nerval” (véase la nota 22), publicado en el número de otoño de 1945,
se destacaban ya la influencia que ejercieron Las Quimeras en el
simbolismo y en toda la poesía posterior, así como el importante legado de la
palabra “abolida” de Nerval a Mallarmé, hecho que no pasó desapercibido para Lezama. Allí se presenta el hermetismo como una
corriente literaria prestigiosa y profunda, avalada por la mejor tradición
poética francesa, así como por la estética del gongorismo y del conceptismo
barrocos del Siglo de Oro español, que no cabe examinar en este trabajo pero
que consideramos igualmente importante. A propósito, declara Lezama en Orígenes:
“...goloso desde la adolescencia y por siempre de esas alquitaras, de esas
destilaciones de don Luis o de Estéfano, me enamoraban esos laberintos, esas dolorosas
proliferaciones reducidas a un punto, a que el hombre se ve conducido para
conseguir unos productos resistentes, semejantes a los proverbios, el cognac,
el oro y los perfumes”[53]. En otro de sus artículos publicados en Orígenes,
“Sierpe de don Luis de Góngora”, Lezama se refiere al trobar clus como “la raíz oracular de la poesía develada por el
juglar hermético o esotérico: ni dice ni oculta, sino hace señales”[54], lo que bien podría ser una definición de su
propia poesía. Por su parte, el crítico francés Louis Gillet, en su artículo
sobre Dante aparecido en Orígenes (véase la nota 8), analiza la
oscuridad y el metaforismo de Dante, apoyado en toda una serie de
procedimientos retóricos como la metonimia, la síntesis o condensación, la
sinécdoque y la elipsis, todas ellas figuras caras tanto al barroco como al
hermetismo y utilizadas por Lezama en su poesía.
En
el número 32 de la revista aparece, en traducción de Cintio Vitier, Un golpe
de dados jamás abolirá el azar, de Mallarmé. Junto con el poema se publica
un prefacio del autor a una de sus ediciones en el que se explican algunos de
los aspectos más desconcertantes, para el lector de entonces, de esta insólita
obra, por ejemplo, la disposición tipográfica en forma de “partitura” o “puesta
en escena espiritual exacta” en que los blancos de la página encarnan los
silencios y los cambios de página están relacionados con las “subdivisiones
prismáticas de la Idea” (véase la nota 2). Estas nociones de silencio y escansión,
y de flujo y reflujo del pensamiento poemático, junto con los cambios
tipográficos que sugieren la entonación deseada y la indicación de “emisión
oral”, proporcionan el marco del poema, en el que Mallarmé trata de reflejar
por medios visuales y sonoros la batalla de la Idea con el caos del universo,
el proceso por el que va surgiendo trabajosamente la Idea encarnada en el
lenguaje poético. Mallarmé, el máximo representante del hermetismo en la poesía
francesa contemporánea, concibió la poesía como una empresa para iniciados cuyo
instrumento consideraba un lenguaje sagrado, hierático, destinado a ahuyentar
al profano y, como dice, arrogante, en uno de sus versos, donner un sens plus pur aux
mots de la tribu[55]. La publicación del Golpe de dados en Orígenes
en 1952 demuestra el criterio audaz e intransigente de la revista si recordamos
que en 1949, con apenas disimulado resentimiento, Mañach había acusado
públicamente a Lezama de hacer una poesía incomprensible y elitista. De hecho, Orígenes
no condescendió a los requerimientos niveladores de Mañach ni transó con la
facilidad o la superficialidad, ni con esa “útil indiferencia” que Lezama
prefirió a la admiración hipócrita de los jerarcas de la cultura oficial. En
vez de propugnar, como el vanguardismo de avance, una actitud beligerante en
pro de lo nuevo por lo nuevo, Orígenes adoptó una actitud imperturbable
en pro de lo difícil, de lo oscuramente esclarecedor ‒y a veces incluso
transgresor‒ frente al arte y la moral convencionales.
Las
referencias a Mallarmé y el “diálogo” con sus ideas son constantes en las
colaboraciones a la revista. Lezama
publica allí su alocución pronunciada ante el Pen Club en 1948 sobre Mallarmé, ocasión que aprovechó para
destacar los aspectos que más le interesaban de este poeta. Comienza Lezama con una disquisición erudita
sobre los procedimientos artesanales del vaciado de metales preciosos para
poner de relieve sobre todo el carácter hermético, misterioso y no utilitario
del proceso de creación y de su resultado, la obra de arte. En el proceso de creación literaria, conviene
Lezama con Mallarmé, el poeta es mago, artífice, creador del orden de la
palabra, de esa “sustancia irradiante” que instaura un universo basado no en la
facilidad tranquilizadora de la analogía, sino en el potencial enigma de la
metáfora, y en el que se ha abolido la palabra “como”, principal soporte
analógico, a fin de penetrar en la esencia misma del objeto y reemplazarlo por
la sustancia poética pura y totalizadora, la Idea. “Digo ‘una flor’” ‒declaró
Mallarmé a René Ghil‒ “y musicalmente se alza, idea misma y suave, la ausente
de todo ramo”[56]. De este
modo, la función del arte, concebido como entidad autosuficiente, no es
representar ninguna realidad sino sugerir sus efectos, sus emanaciones esenciales,
las sensaciones que produce en el sujeto. Se exponía Mallarmé, en ese intento
extremo en que el objeto se diluye hasta lo inefable, a encontrarse con el
vacío, con la nada. Ese fue su perenne dilema, la reflexión que lo consumió y
que a menudo lo sumió en prolongadas crisis de impotencia y esterilidad
poéticas. Lezama observa que las críticas a Mallarmé, “casi siempre situadas
fuera de órbita, nacen de la carencia de simpatía en el primer acercamiento”[57], y en esta incomprensión reconoce una clara
fraternidad con ese autor, pues en ambos casos se trata de obras de difícil
aproximación que requieren una iniciación, un aprendizaje. En el ensayo “La
dignidad de la poesía”, publicado en el último número de Orígenes[58], Lezama señala acertadamente a Baudelaire como el
“guardián de la sustancia de lo inexistente”, posibilitador de las poéticas
posteriores: “Con Baudelaire la poesía pasó de un destino como clase sacerdotal
a un castigo o maldición en la persona, a un suplicio en la lentitud de las
aproximaciones a la infinitud de la ausencia”[59] y nos habla del “deseo, lentamente trágico,
enloquecedor, fascinante, de apoderarse de una totalidad, a través de la
poesía, como de otra conciencia palpatoria, donde el ciego vuelve a precisar, a
reemplazar una metáfora de participación por la absurda totalidad de una imagen
de ausencia” y dice que “(...) al lograr la poesía un espacio hechizado, una
cantidad mágica, lograba resistir o sustituir una causalidad, que regalaba una
ópera fabuladora. La poesía, en esa
línea de fascinación, era el doctrinal de las barajas, donde se jugaba la mujer
ciega, la materia de los comienzos, pues una de las realezas de la poesía es
que a la causalidad sucesiva de la metáfora sucede el cuerpo de la causalidad
asociativa o contrapuntística de la imagen”[60]. Hasta aquí define Lezama una concepción poética
en general coincidente con la de Mallarmé; sin embargo, Lezama da un paso más
allá ‒paso que lo salva del abismo al que estaba condenado Mallarmé‒ y
comprende que, tras esa trayectoria, la finalidad de la poesía “será establecer
la gravitación de esa sustancia de lo inexistente, y que el poeta tiene que ser
de nuevo el potens (...), el engendrador de lo posible”[61], vale decir, es necesaria la devolución, la
vuelta de la imagen para que vaya encarnando lentamente, desde la lejanía, en
la realidad.
Con
Paul Valéry, discípulo de Mallarmé desde su juventud, la poesía francesa
alcanza uno de sus mayores ejemplos de perfección formal, una perfección de
piedra sabiamente pulida, piedra fría. Para Valéry, la poesía no es meramente
el vehículo de un pensamiento, sino la transmisión de un estado poético que
involucra a todo el ser sensible, cuya forma
‒es decir, el poema‒ es el único elemento estructurante y trascendente. Se
trata de un lenguaje en segundo grado, un lenguaje dentro del lenguaje, en el
que hay tal unanimidad de sonido y sentido que estos dos elementos llegan a ser
inseparables y crean una repercusión, una resonancia infinita y reproducible. La
forma poética ha de tener carácter necesario, ser la exacta expresión
insustituible del contenido anímico o intelectual que encierra, sin elementos
lingüísticos que, por ser meramente instrumentales para la ilación del
discurso, no cumplen una función poética. Esta noción de poesía pura, que
suscitó toda una polémica en Francia en torno a las tesis del abate Bremond
debido a su distinta ‒y extrema‒ interpretación, significaba sencillamente para
Valéry una poesía absoluta, exenta de elementos no poéticos, es decir,
elementos no elaborados por el lenguaje mediante el acto de creación poética. El
propio Valéry consideraba la poesía pura un ideal inalcanzable al cual el poeta
debía no obstante tratar de aproximarse lo más posible. Insistió en que la
expresión “poesía pura” no suponía de ningún modo un criterio moral sino
analítico. Entre otros aspectos fundamentales de la poética de Valéry, cabe
mencionar la noción de espera ‒que no es la inspiración, concepto inaceptable
para Valéry‒ y la correspondiente selectividad, es decir la voluntad lúcida de
rechazar lo fácil, los elementos no conscientemente deseados en función de la
perfecta adecuación del sentimiento en el orden del lenguaje. Fina García
Marruz nos recuerda en Orígenes la famosa frase de Valéry que resume
estos dos requisitos: “Los dioses, gratuitamente y por la gracia (“gracieusement” en francés), nos donan a cambio de nada un primer verso; pero
depende de nosotros crear el segundo, que debe armonizar con el otro y no ser
indigno de su antecesor sobrenatural. No están de más todos los recursos de la
experiencia y de la inteligencia para hacerlo comparable al verso que fue don”.[62] Si bien
Valéry ha declarado que no buscaba sistemáticamente la oscuridad como cultivaba
Mallarmé el hermetismo, esa es indudablemente una de las características de su
poesía. Por otra parte, varias nociones fundamentales de la poética de Valéry,
como la plurivocidad del texto literario, la relativización del concepto de
autoría y la primacía del criterio de inmanencia en la aproximación al texto
poético, han pasado a ser pilares de la teoría poética moderna.
De
Valéry, Orígenes publica extractos del Cuaderno de Monsieur Teste
(véase la nota 7), personaje inventado por el autor que simboliza el esfuerzo
infatigable de la inteligencia por analizar los procesos mentales en sus más
mínimos detalles con el fin de llegar al perfecto conocimiento de sí mismo; Orígenes
publica asimismo el Primer fragmento del Narciso, poema inconcluso,
en el que el mito de la autocontemplación es el símbolo ideal para encarnar el
deseo y la inevitable frustración de esa tentativa. En ese poema, Valéry trata
de instaurar un no tiempo, una suspensión del tiempo que permita a Narciso ‒es
decir, al sujeto‒ intentar la unificación de su imagen corporal y de su reflejo
en el agua, esto es, la imposible reconstitución del sujeto escindido por el
orden simbólico que impone el lenguaje, esa otredad inexorable que también
Mallarmé, con sus propios procedimientos, aspiró a conquistar.
Si
bien la mayor parte de las numerosas referencias a Valéry en Orígenes
tienen por objeto rebatir algunas de sus ideas, este escritor fue un obligado
punto de referencia para los autores del grupo, quienes en general admiraban su
obra pero percibían un cierto estoicismo y arrogancia en ella que eran ajenos a
sus propias posturas fundamentales. Lezama, por ejemplo, se lamentaba de que el
misterio preñado de potencialidades intuido por Mallarmé se hubiese vuelto
abstracción estéril en la obra de Valéry y de que aquella oscilación vibratoria
mallarmeana, aquella ambigüedad fructífera y titilante se pretendiera en Valéry
“secreto de total apoderamiento y exacta comunicación”, exento del “alimento
paradojal” que nutre la poesía[63]. Cintio
Vitier, por su parte, en su capital ensayo “Nemósine (Notas para una poética)”,
publicado en Orígenes en 1948, discrepa de Valéry en cuanto a su rechazo
de la inspiración en favor del trabajo poético virtuosista, artesanal,
señalando que “las doctrinas de la ‘artesanía’ nos instruyen mientras no
pretendan que intrínsecamente por la provocación y el mérito desciende la
gracia poética, pues en todo caso cuando la gracia o la forma descienden, no es
posible atribuirlo a una serie de esfuerzos sucesivos. Aunque la forma sea
generada, lo cual tampoco ocurre nunca por esfuerzos discernibles, su parto es
siempre una aparición. Hay estilos de poetizar, hay la magia del artesano y la
artesanía del poseído (Racine, Rimbaud)”[64]. Por su parte, Fina García Marruz, en su ensayo
antes citado, "Lo exterior en la poesía", pone de relieve una de las
características fundamentales de la literatura moderna y postmoderna que
comienza verdaderamente con Valéry, a saber, la autorreflexividad de la literatura:
“Ya la poesía no piensa en el objeto, sino que se piensa a sí misma: ella sola
ha pasado a ser su propio objeto. No le interesa arribar, conseguir, le
interesa sólo penetrar. (...) La poesía no tiene hoy otro tema que el del ojo
mismo, está obsesionada por su propia pupila fija”[65]. La mayor afinidad con este autor parecería
hallarse en la obra de Mariano Brull, poeta de la llamada “generación de Espuela
de Plata”, que también colaboró en Orígenes y fue además un
excelente traductor de Valéry.
En
el segundo grupo o linaje de autores franceses que postulamos al principio
tenemos, en un extremo, a Lautréamont, escritor nacido en Montevideo y
fallecido misteriosamente en París a la edad de 24 años, sobre el cual Orígenes,
en 1946, publicó un artículo de Thiérry Maulnier en el que el ensayista ponía
de relieve los aspectos paralelos y contrastantes de este autor enigmático con
Rimbaud, poeta sólo ocho años menor que Lautréamont y que le sigue en este
linaje literario: a juicio de Maulnier, ambos dejaron una obra sorprendente por
su fuerza juvenil, su singularidad y futuridad; sin embargo, Rimbaud nos dio
siquiera la oportunidad de atisbar algunos acontecimientos y ciertas
características que marcaron su vida y su obra hasta su inexplicable silencio
final; Lautréamont, en cambio, parece haber sido una alucinación, y su libro
una quimera. Los Cantos de Maldoror fueron, según Maulnier, “una obra
rebelde a las conciliaciones y a las influencias (...), un libro que está ahí,
delante de nosotros, duro, inquietante, suntuoso, inalterable, venido de otra parte, sin referencia a nuestro
universo cotidiano y como surgido de un prodigio instantáneo...”[66]. Por ello también, se trata de una escritura que
no podía sino fascinar a los surrealistas, en particular a Breton, quien
destacó en ella la primacía de lo irracional y de las pulsiones oscuras del
inconsciente, elementos que fundan su indiscutible fuerza y modernidad.
Rimbaud,
por su parte, aspiró a dar una nueva forma al inconnu de Baudelaire,
a quien calificó de “primer vidente, rey de poetas, un verdadero Dios”, aunque
todavía inmerso en “un medio demasiado artístico”[67]. Esas nuevas formas de invención que requería las
logra a través de su experiencia de voyeur: “El Poeta se hace voyeur
mediante un largo, inmenso y razonado “desarreglo
de todos los sentidos. Todas las
formas de amor, de sufrimiento, de locura busca por sí mismo, agota en sí todos
los venenos para quedarse sólo con las quintaesencias. Inefable tortura para la
que precisa toda la fe, toda la fuerza sobrehumana, por la que llega a ser
entre todos el gran enfermo, el gran delincuente, el gran maldito ‒y el supremo
Sabio! ‒ Pues alcanza lo desconocido!”[68]. Caracterizada por su intransigencia ante
cualquier transacción, su sed de absoluto y vocación revolucionaria en todos
los ámbitos de la vida y el arte, la creación de una “alquimia del verbo”
mediante superposiciones audaces de sensaciones e imágenes, el descubrimiento
del verso libre, que será retomado más tarde por los simbolistas, y la
utilización de la prosa breve y del poema en prosa: ¿cómo no iba a interesar a Orígenes
la obra de Rimbaud? Las Iluminaciones, en esmerada traducción de Cintio
Vitier, se publican en Orígenes para conmemorar el centenario de Rimbaud
en 1954 (véase la nota 4). Esta obra
consta de unos 40 poemas en prosa que contienen visiones alucinatorias,
evocaciones extrañas escritas en un lenguaje finamente tallado y recio como un
diamante. Citamos anteriormente las palabras de Fina García Marruz sobre el
compromiso total de un poeta como Rimbaud, compromiso en el que estribaba su
salvación o perdición. En efecto, si bien la idea de salvación a través de lo
desconocido ya inquietaba a Baudelaire ‒tan consciente del problema del mal‒ y
atormentaba a Verlaine, es Rimbaud quien lleva a sus últimas consecuencias con
plena deliberación, física y espiritualmente, la búsqueda de ese desconocido,
no sólo en el plano literario, sino también en el existencial, y quien a su vez
legará a Claudel, quien lo consideró “un místico en estado salvaje”[69], esa perentoria necesidad de salut ‒de salvación‒
que Claudel encontrará en la fe hermanada con la palabra poética.
En
ese fundamental ensayo, “Lo exterior en la poesía”, Fina García Marruz señala
un nuevo concepto de exterioridad característico de la poesía moderna. Según
García Marruz, tras excesos de interioridad subjetivista, se observa una vuelta
a lo exterior, pero no a la clásica concepción de lo externo como simple
objetividad, sino a lo que llama lo exterior-desconocido, el reino de la
verdadera intimidad, “que es siempre extraña como un ángel”[70]; es decir, frente a la noción romántico-idealista
de subjetividad y a las nociones tanto clásica como positivista de objetividad
situadas en el plano de la materialidad, de la physis, García
Marruz opone lo que llama “el hogar de lo Exterior”, es decir, el reino del logos,
esa mezcla de intimidad y lejanía en el plano de la trascendencia, o incluso de
la religiosidad, que la acerca, por una parte, a toda una línea filosófica que
incluye a Heráclito, San Agustín, Pascal, hasta Heidegger, y por otra a la
poética del barroco. Lo Exterior es ese espacio entre Cielo y Tierra del poema
de Hölderlin donde “poéticamente habita el hombre”[71], y es el ámbito del sueño de Sor Juana, y es para
Lezama, como señala García Marruz, “la realidad pero en su extremo de mayor visibilidad, que es también el de su escape
eterno”[72]: “Ah, que tú escapes,” dice el verso de Enemigo
rumor, “en el instante en que ya habías alcanzado tu definición mejor...”[73].
Explica
Fina García Marruz en ese mismo ensayo que la poesía renuncia a la razón para
convertirse en actividad mágica, por lo que también se aproxima a la mística, y
que con Rimbaud alcanza su punto más cercano a ese “Exterior” entre intimidad y
lejanía. Dice: “No se trata ya de la mirada de los ojos abiertos, sino de la
visión del ojo cerrado; se trata de hacerse, como dice Rimbaud, ‘vidente’”[74]. Y ese ejercicio de voyance que proponía
Rimbaud a través del “desarreglo de los sentidos” es un ejemplo de la clase de
método que, según la ensayista, busca hoy en día el poeta, “lo que llamaría un
místico ‘una preparación’”, preparación o método condenado a la frustración,
pues para el poeta ‒que no para el místico‒ “esta visión de lo exterior se
queda en pura búsqueda angustiosa y en ella la poesía ha perdido la libertad”[75]. Porque
para esta escritora la libertad es ante todo aceptación de la vida, es decir,
de la muerte ‒del mal‒ y de la posibilidad de salvación por la gracia, es ese “ajuste
querido de cada parte”[76], que evoca también el concepto de Cintio Vitier
de “poesía como fidelidad”, sobre el cual hablaremos en la segunda parte de
este trabajo en relación con Simone Weil. Esa poesía de lo Exterior se
encuentra y se pierde con Rimbaud, pero vuelve a encontrarse a sí misma en
Claudel, heredero directo del autor de Una temporada en el infierno y de
las Iluminaciones.
La
lectura de esas obras de Rimbaud liberó a Claudel de influencias materialistas
y le causó una impresión, según él mismo ha revelado, “casi física” de lo
sobrenatural[77]. Gracias a Rimbaud, Claudel hace un
descubrimiento clave para su propia evolución: la relación entre la liberación
del lenguaje poético y la concepción del espíritu, del Ser, como soplo, como
respiración y ritmo del universo, de la Creación. Para Claudel, creación
poética y creación divina son un solo y unánime movimiento del Todo, una
pulsación del tiempo expresada por la voz humana en su justa medida (el
versículo) y en su forma de alternancia lírica y dramática (el monólogo y el
diálogo). La poesía, según Claudel, es recepción del soplo creador divino,
inspiración ‒y aquí vemos una diferencia fundamental respecto de Valéry‒ y
devolución del soplo transformado en palabra poética. Por lo tanto, es palabra
expansiva que remeda el ritmo cósmico en constante flujo y reflujo, como las
olas del mar; consonancia absoluta entre cuerpo y espíritu, poesía y fe,
salvación por la gracia. Claudel aporta la superación de la angustia y de la
frustración contra la que se estrellaron las tentativas poéticas anteriores,
desde el romanticismo, pasando por el simbolismo y la poesía pura, hasta el
surrealismo; invierte y rechaza el fracaso espiritual al que se vio condenada esa
poesía, pues por fin la sed de absoluto y de desconocido es saciada y logra su
aspiración de totalidad con una obra situada en ese espacio entre cielo y
tierra al que aludimos antes, anclada en ambos, respondiendo en la lejanía a
aquella doble postulación del alma humana que intuyó Baudelaire, con su ámbito
de correspondencias, de misteriosas relaciones entre lo visible y lo invisible.
Se trata, entonces, para Claudel, de exultación, pero también de participación,
es decir, de aquella aceptación, de aquella fidelidad de que nos hablaban
García Marruz y Vitier, y que encontraremos asimismo en Bloy y Weil. Toda rebeldía temporal, la auténtica y
desgarrada rebeldía rimbaldiana, la arrogante rebeldía mallarmeana, la estoica
e impasible rebeldía de Valéry, han sido superadas y, desde luego, queda
descartada de antemano para Claudel la nihilista rebeldía nietzscheana, que
comentaremos también más adelante en relación con un texto de Camus publicado
en Orígenes. En su ensayo “Nemósine”, Vitier se acerca al tono de
Claudel cuando habla de “la poesía como participación en el acto divino de
eterna creación” y, distanciándose de Valéry, señala que “la calidad de lo
artístico no debe atribuirse (...) a una mera negación o sustracción de la
existencia sino, todo lo contrario, a una inmersión cada vez más profunda en la
sustancia dinámica y trascendente de lo que existe”. Y continúa, en otra parte
del mismo ensayo: “...así vemos cómo el ímpetu poético (...) demuestra un
misterioso intento de salvación, una sabiduría, y no ya simplemente saber,
cuando rechaza el disolverse íntegro en el reino del espíritu impasible, cuando
queda en esa angustiosa penumbra de que hablábamos”[78], en relación con Valéry. Claudel, sin embargo, no excluye las
tinieblas de su obra. El mal está siempre presente, personificado al lado del
bien como parte insoslayable del ser humano. Esta dualidad, esta lucha titánica
entre las tinieblas y la transparencia del bien se despliega con toda su fuerza
en el teatro de Claudel, al que nos referiremos desviándonos por un instante de
la poesía propiamente tal, pues además está representado en Orígenes. De
hecho, se trata de un teatro poético, fundado ‒como su poesía‒ en el versículo,
que no es ni verso ni prosa rítmica, sino expresión orgánica del cosmos. Nada de azar aquí. El azar ha quedado abolido para siempre en la
obra de Claudel: todo responde a la necesidad de la fe y de la inevitable
aunque difícil victoria del bien por los caminos más insólitos.
Orígenes publica El canje de Claudel en versión
castellana y un ensayo de presentación del teatro claudeliano de Cintio Vitier.
Con esta obra, de 1893, se inicia la primera gran etapa del teatro de Claudel.
La pasión y la pureza, el deseo y la fidelidad, claramente personificados, se
enfrentan en un conflicto complejo y sutil en el que el amor, la traición y el
perdón no están presentados en la forma banal o maniqueísta que podría resultar
de una visión de extremos absolutos como la de Claudel, sino en toda su
densidad simbólica, con toda su carga de ironía e incluso de crueldad. Esta problemática de transgresión y redención
anuncia ya su culminación en Partage de midi de 1906, que cierra esa
primera etapa. En su presentación del teatro de Claudel, encabezada por el
epígrafe de Rimbaud “Sólo yo poseo la clave de esta parada salvaje”, Vitier
refleja perfectamente la profunda unidad y continuidad del teatro de Claudel
haciendo aparecer como en un solo y único desfile todas las vidas, todas las
batallas, todos los nombres y lugares de los personajes de Claudel a lo largo
de su obra dramática. Ese desfile carnavalesco, esa “parada salvaje”, pasa
inexorablemente por la estación infernal y se resuelve, no de modo simplista,
sino con toda la ambigüedad de la condición humana, en renunciamiento,
redención o revelación. Sugiere así esta presentación de Vitier, con ese enlace
diacrónico de personajes y obras, una de las ideas fundamentales de Claudel,
expresada en su trilogía dramática de 1909-1914-1916 basada en la revolución
francesa (L'otage, Le pain dur y Le père humilié), a
saber, la necesaria y difícil armonización de los aportes de la tradición y la
revolución, del pasado y del futuro, en el constante proceso de maduración y
renovación de la humanidad.
Pasando
ahora la poesía post-simbolista, la obra de Saint-John Perse está representada
en Orígenes por el largo poema “Lluvias”, traducido por Lezama y
publicado en el número 9 de la revista, en la primavera de 1946. Este poeta, nacido en 1897, recibió la
influencia de Claudel y se destaca por su obra de aliento épico, centrada en
grandiosas visiones de la naturaleza y en el complejo paisaje interior del
hombre, desplegadas en versículos que conforman amplias tiradas simbólicas, a
menudo de tono profético, con un lenguaje suntuoso y sugerente. Como en
Claudel, tenemos en Saint-John Perse el propósito de dar testimonio del acto de
creación poética, que de alguna manera remeda el de la creación del mundo; como
en Valéry, la espera es un elemento fundamental para el advenimiento de ese
testimonio; como en Mallarmé, los gestos de un ceremonial insinúan “el sentido
secreto y sagrado del universo”[79]. Sin embargo, la poesía es aquí suma y no
selección, enumeración y no elipsis, para así llegar a su propia esencia: ser
alabanza que al rozar cada objeto lo magnifica, lo torna legendario o mítico,
sin ignorar que más allá de ese gesto abarcador acecha el acabamiento de todas
las cosas, a la luz del cual esa aparente totalidad no es sino un vestigio
precario. Pero implícita en esa destrucción está la posibilidad cíclica de
renacimiento de la naturaleza y la afirmación de la presencia humana sobre la
Tierra. Elogios, Anábasis, Exilio, Vientos y Amers,
que valieron a Saint-John Perse el Premio Nobel de Literatura en 1960, se
caracterizan además por una controlada y a la vez flexible estructura poemática
y un insuperable dominio de los períodos y las cadencias. Nadie más apto quizás para traducir a Perse
que Lezama, quien hace plena justicia al cariz erudito y aristocratizante de su
estilo y aprovecha toda ocasión de elegir, en su traducción, el vocablo más
rico en resonancias.
Pese
a la distancia que adoptó el grupo Orígenes respecto del surrealismo, algunos
poetas surrealistas pasaron por las páginas de la revista: Paul Éluard, cuyos
poemas, traducidos por el chileno Alberto Baeza Flores, se publicaron en el
número de primavera de 1945, y Louis Aragon, representado también por una
selección de poemas en el número de otoño de 1946, en traducción de Rodríguez
Feo. No obstante, como ha señalado Cintio Vitier[80], esos autores no eran presentados como
representantes de un determinado movimiento literario, sino en su calidad de
escritores contemporáneos que venían a ampliar y enriquecer el ámbito de Orígenes. El surrealismo no dejó de tener ciertas
repercusiones indirectas en algunos de los integrantes del grupo, sobre todo en
el propio Lezama y en el primer libro de Vitier, así como en la obra de Lorenzo
García Vega. Pero, en general, para la mayoría de estos poetas el lento fraguar
de la memoria era más fecundo que la arbitraria escritura automática, y
concretamente Lezama, como ha oportunamente recordado Fina García Marruz en su
ponencia en este coloquio, prefería al azar fortuito el azar concurrente. Por
otra parte, esos dos poetas, Éluard y Aragon, pronto dejaron atrás el
surrealismo y se convirtieron en poetas comprometidos: Éluard, a raíz de la
guerra civil española y, posteriormente, durante la ocupación nazi de Francia,
vuelca su atención hacia una poesía que exalta la solidaridad y la acción
social, sin dejar por ello de llevar adelante su búsqueda en el plano del
lenguaje; paralelamente, Aragon, después de sus importantes poemarios
surrealistas de los años 20, siente también el llamado político y social en el
contexto de la resistencia francesa y a partir de 1941 desarrollará fundamentalmente
en su poesía los temas del amor y del patriotismo. Los poemas de ambos autores
publicados en Orígenes en 1945 y 1946 respectivamente no son
representativos de su época surrealista, sino de esta última vena poética. Eluard
cultivó, entre otras formas, el poema en prosa con un estilo esmerado e
imaginativo; ambos poetas optaron finalmente por temas sencillos sobre la vida
cotidiana y las aspiraciones universales
del hombre.
Si
bien pertenecen a la misma generación cronológica que Éluard y Aragon, como
apunta Gaëtan Picon[81], René Char y Henri Michaux no integran la misma
promoción poética, pues al iniciar más tarde su actividad poética estuvieron en
condiciones de forjarse un lenguaje nuevo. René Char, poeta formado en el
surrealismo y luego también profundamente afectado por su participación en la
resistencia a la ocupación nazi, vuelve, como Éluard y Aragon, a una poesía de
temática más tradicional y de tono más lírico, aunque retiene de su filiación
surrealista la audacia de las imágenes ‒sin la superficialidad del automatismo‒
y la vivencia de la poesía como actividad totalizadora. Su predilección por el
poema en prosa queda ilustrada por la selección de poemas procedentes del libro
Fureur et mystère, de 1948, traducidos y publicados por José Rodríguez
Feo en el número 36 que en 1954 duplica la edición lezamiana de Orígenes,
junto con otros poemas en verso libre del volumen Les matinaux, de 1950.
Cabe señalar en Char la parquedad de una poesía que se mueve en el ámbito del
silencio, en vez de apoyarse en una corriente discursiva continua, en la que la
elipsis cumple una función primordial.
Por
otra parte, ya al margen del surrealismo, y con una de las voces más originales
e independientes de la poesía contemporánea francesa, Henri Michaux aparece
tempranamente en el número 12 de Orígenes, de 1946, representado por
poemas en prosa de su libro En el país de la magia, publicado en 1941. Michaux
no se asoció jamás al surrealismo; no obstante, inaugura un universo poético
inédito. Al igual que Borges, es un inventor de mundos con leyes propias y un
animador de viajes imaginarios; pero además se adentra en los vericuetos del
mundo interior, en las obsesiones y visiones provocadas por la experimentación
con drogas alucinógenas, en particular la mescalina. Esta obra desconcertante y
de difícil acceso pone en tela de juicio toda concepción convencional de
poesía, por lo que su reconocimiento fue tardío y su público exiguo. Una
objetividad incisiva, una ironía risueña y un gusto por la precisión cuasi
científica, no exenta de ansiedad obsesiva, nos lo emparentan también, en
nuestro ámbito latinoamericano, con la cuentística de Quiroga y sobre todo de
Lugones. Sin embargo, Michaux traslada esas modalidades expresivas a la poesía ‒una
poesía sin concesiones a lo supuestamente bello, a lo convencional‒ y a menudo
recurre al poema en prosa. Pero ya se trate de poesía en verso libre o de
poemas en prosa, o de sus narraciones, nos deja siempre un regusto inquietante,
una insistente sensación de absurdo o de vacío. Por último ‒y es esto tal vez lo que verdaderamente lo aproxima a los
linajes poéticos que hemos venido resumiendo, así como a la órbita de interés
de Orígenes‒, frente a ese mundo hostil y ateo que se destila de su
imaginación, busca Michaux a través de la obra poética una salvación. Si en
Rimbaud encontramos una especie de misticismo en la combustión del ser en el
agotamiento sistemático de todas las posibilidades del lenguaje y de la vida,
exponiéndolos voluntariamente a una máxima violencia, Michaux ‒menos ingenuo,
menos religioso‒ se crea una mística de estirpe fantástica cuyos hilos manipula
para forjar su liberación imaginaria. Sabe que se trata sólo de una escapatoria
temporal, de un exorcismo, como titula uno de sus libros, pero una escapatoria deseable
por su efecto provisionalmente mitigador mediante el humor distanciante o la
exacerbación consciente de la angustia hasta su aniquilación.
No
hay en Orígenes ningún comentario crítico, salvo una que otra alusión
pasajera, sobre el surrealismo; tampoco sobre la obra de Michaux o de Char. Sin
embargo, sorprende, por ejemplo, la afinidad de ciertos aspectos de la obra de
Eliseo Diego con estos dos autores. Sus Divertimentos, pubicados en
1946, y los poemas en prosa que integrarán más tarde la recopilación titulada Versiones
muestran una asombrosa hermandad de temperamento y de tono con el autor de En
el país de la magia, libro aparecido, como ya hemos señalado, en 1941. Por
otra parte, la poesía de Eliseo Diego comparte con la de René Char esa
derivación cada vez mayor hacia el silencio: el silencio como resistencia, como
permanencia, como reverso imborrable de la palabra. Es probable que estos dos
autores hayan estado cronológicamente demasiado cerca ya de las promociones de Orígenes
y demasiado alejados en el espacio para suscitar comentarios o análisis de sus
obras y, en el caso de Char, que su tardía aparición en la revista haya hecho
del todo imposible tal referencia. Los escritores extranjeros contemporáneos
del grupo Orígenes de los que más se ocuparon sus integrantes fueron,
lógicamente, los que estaban presentes o de alguna manera cerca: los españoles
que viajaron a Cuba como Juan Ramón Jiménez y María Zambrano, los autores y
críticos de la red que abarcaba directa e indirectamente Rodríguez Feo, y
algunos latinoamericanos de proyección continental como Alfonso Reyes y Borges,
por ejemplo. Con la desaparición de Orígenes en 1956, Ciclón, la
nueva publicación que inicia Rodríguez Feo en estrecha colaboración con
Virgilio Piñera, continuó durante un breve período manteniendo el vínculo con
la literatura francesa en las páginas de una revista cubana. Sin embargo, el
profundo deterioro de la situación política de la Isla por esos años forzó
también a esa revista a interrumpir su publicación. No será hasta la aparición
del suplemento literario Lunes de Revolución que los autores franceses
volverán a estar a la orden del día en Cuba.
Hasta aquí la primera parte de este comentario
sobre la literatura francesa en Orígenes, primera parte dedicada a la
poesía (incluidas, en el caso de Claudel, alusiones a su teatro poético), así
como al diálogo entablado por los escritores del grupo Orígenes, a través de
sus colaboraciones a la revista, con esos autores franceses. Ello sugiere apenas la enorme riqueza y
relevancia de los materiales aportados por ambas partes y, a este respecto, conviene
traer a colación, para concluir, una breve cita del poeta estadounidense
Wallace Stevens extraída de su ensayo sobre las relaciones entre la poesía y la
pintura publicado en Orígenes (véase la nota 40). Dice Stevens que
nuestra época puede resumirse diciendo que es una época en que la búsqueda de
la verdad suprema ha sido una búsqueda de la realidad, o incluso una búsqueda
de alguna ficción suprema aceptable. La historia de esta actitud en literatura
y sobre todo en poesía, en Francia, está asociada con los nombres de
Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y Valéry. Y hace hincapié en Francia porque allí,
a su juicio, la teoría de la poesía no es cosa abstracta como ocurre
frecuentemente entre los anglosajones (si es que éstos tienen alguna teoría, ironiza)
sino una actividad normal de la mente del poeta en un medio en que éste debe
entregarse a tal actividad o verse excluido[82]. Partiendo
de esta idea de Stevens, cabe destacar que también en Cuba varios escritores
del grupo Orígenes, muy en particular Lezama Lima, Cintio Vitier y Fina García
Marruz (como por lo demás lo señala claramente Vitier en su artículo de 1949 “La
crítica y la creación en nuestro tiempo”, recogido en una recopilación de
textos en 1971), además de su obra de poesía y de crítica literaria, llevaron a
cabo desde las páginas de esa revista un profundo y valiosísimo empeño por
desarrollar sus respectivas poéticas y por explicitar las teorías poéticas de
otros autores. Acota Vitier en ese artículo: “Las incursiones cada vez más
profundas de los creadores mismos en el campo de la crítica, e incluso de un
tipo muy peculiar de artista que, partiendo del ejemplo decisivo de Baudelaire
y Poe, intentan sustituir sistemáticamente los misterios del instinto por la
vigilancia de una lucidez teórica y estratégica incesante”[83]. Estos autores del grupo Orígenes bebieron
directamente en las fuentes de la literatura francesa, entre otras, para hurgar
en aquellas ficciones supremas de que hablaba Stevens y convertirse, a su vez,
en surtidores de sabiduría poética universal, una labor ejemplar que hasta el
día de hoy ilumina, preñada de repercusiones, el vasto horizonte cultural de la
revista Orígenes.
NOTAS
[1]. Orígenes, edición
facsimilar, El Equilibrista (México) Ediciones Turner (Madrid), 1984, VI (31),
1952, pág. 71.
[2]. Espuela de Plata, núm. 1, agosto-septiembre 1939, pág. 1.
[3]. Orígenes, edición facsimilar, El Equilibrista (México) - Ediciones
Turner (Madrid), 1984, VI (32), 1952, págs. 85-109.
[5]. Ibid., VII (35), 1954, págs. 75-102.
[6]. Ibid., VII (38), págs. 245-267.
[9]. Ibid., IV (20), invierno de 1948, págs. 240-242.
[28]. Ibid., V (29), 1952, págs. 329-336.
[31]. Ibid., V (29), 1951, págs. 343-346.
[35]. Ibid., "Taine y su influencia en la crítica literaria", I (5),
primavera de 1945, págs. 219-224.
[41]. Ibid., "Poemas", VI (36), 1954, págs.
448-458.
[43]. Ibid., "Jorge Santayana", VI (33), 1953, pág. 289.
[44]. Pierre Martino, Parnasse et symbolisme, A. Colin
(París), 1925, p. 95.
[45]. Cintio Vitier, "La rebelión de la poesía", Crítica sucesiva, UNEAC, La Habana, 1971, pág. 26.
[46]. José Lezama Lima, "Pascal y la poesía", Confluencias,
Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1988, pág. 5.
[47]. Orígenes, ed. facsimilar, VI (31), 1952, págs. 38-48.
[48]. José Lezama Lima, "Nuevo Mallarmé", Confluencias, pág.
13.
[49]. Cintio Vitier, "La rebelión de la poesía", op. cit., pág. 27.
[50]. Orígenes, ed. facsimilar,
"Lo exterior en la poesía", III (16), invierno de 1947, p. 181.
[51]. "Respuesta y nuevas interrogaciones. Carta abierta a Jorge
Mañach." Bohemia 40 ( 2 de octubre de 1949), pág. 77.
[52]. Orígenes, ed. facsimilar, IV (23), otoño de 1949, pág. 278.
[53]. Ibid., "El Pen Club y Mallarmé", IV (19), otoño de 1948,
pág. 44.
[54]. Ibid., "Sierpe de don Luis de Góngora", V (28), 1951, pág. 242.
[56]. René Ghil, En méthode à l'oeuvre (forma definitiva del Traité
du verbe), primera edición, París, 1885.
[57]. Orígenes, ed. facsimilar, IV (19), otoño de 1948, pág. 46.
[58]. Ibid., VII (40), 1956, págs 460-480.
[59]. Ibid., VII (40), pág. 474.
[60]. Ibid., pág. 477.
[61]. Ibid., pág. 478.
[62]. Paul Valéry, "Au sujet d'Adonis", Variété,
Gallimard (París), 1924, pág. 73 (traducción de la autora).
[65]. Ibid., "Lo exterior en la poesía", III (16), invierno de 1947,
pág. 182.
[67]. Arthur Rimbaud, Oeuvres, Garnier (París), 1960,
pág. 349.
[68]. Ibid., pág. 346.
[69]. Cintio Vitier, Crítica sucesiva, pág. 33.
[70]. Fina García Marruz, "Lo exterior en la poesía", op. cit., pág.
180.
[71]. Friedrich Hölderlin, "In lieblicher
Bläue...", Einhundert Gedichte, Luchterhand (Frankfurt am
Main), 1989, págs. 140-142.
[72]. Fina García Marruz, "Lo exterior en la poesía", op. cit., pág.
183.
[73]. José Lezama Lima, Poesía completa, Barral Editores (Barcelona),
1975, pág. 21.
[74]. Orígenes, ed. facsimilar, III (16), invierno de 1947, pág. 181.
[75]. Ibid.
[76]. Ibid.
[77]. Paul Claudel, Contacts et circonstances, París,
1940.
[79]. Gaëtan Picon, Panorama de la nouvelle littérature
française, Gallimard (París), 1960, pág. 178.
[80]. Cintio Vitier, "La aventura de Orígenes", La Gaceta
de Cuba, núm. 3/94, pág. 3.
[81]. Gaëtan Picon, op. cit., pág. 221.
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