jueves, 24 de noviembre de 2011

CENTENARIO DE ROBERTO MATTA: RECITAL DE MARÍA ELENA BLANCO, Instituto Cervantes de Viena, 22.11.2011

            El libro Mitologuías. Homenaje a Matta, de María Elena Blanco (Madrid: Betania, 2001), se publicó hace diez años para conmemorar el nonagésimo aniversario de Roberto Matta. Este artista chileno y universal nació el 11 del 11 de 1911 y falleció el 23 de noviembre de 2002. Hoy celebramos el centenario de su nacimiento. Este libro consta de tres series de poemas inspirados en obras de Matta a partir de una muestra exhibida en Viena en 1991-1992 y de sucesivos encuentros con su pintura en importantes exposiciones realizadas en Francia, España y Estados Unidos. Los textos que lo integran constituyen un ejemplo del salto creador de un arte a otro, del proceso de diálogo artístico llamado, en la teoría del arte, écfrasis, y que viene a ser lo que más recientemente se conoce, en la teoría literaria, como intertextualidad. Por su parte, Matta —relacionado con el surrealismo en la década del 30 y precursor del expresionismo abstracto norteamericano de los años 40, y siempre renovando su concepción poética y cósmica de la obra de arte— no fue ajeno a los mecanismos intertextuales de la postmodernidad y enriqueció su pintura con alusiones a otros contextos artísticos.
            En cierto arte abstracto, la relación del artista con el tiempo y el espacio se limita a los confines de la tela: el espacio es la superficie de pintura que se prepara, se cubre, se recubre, se descubre, se altera, se araña, se procesa y recorre de mil maneras. El tiempo es el de capas y veladuras, de contemplación y espera, de mojado y secado, y en definitiva queda plasmado en las distintas edades y texturas de la materia pictórica que se aplica en profundidad a esa superficie en la que se representa una visión interior o exterior. En las obras de Matta, sin embargo, el tiempo y el espacio de pintura desbordan la superficie de la tela, de tal modo que el espacio del cuadro se concibe como una parcela del espacio del cosmos en la cual se urde una trama –en ambas acepciones: como entramado del lienzo y como ilación de un posible discurso– que no consta únicamente de sucesivas aplicaciones de pigmento y otros materiales, sino que se puebla de formas dinámicas proyectadas en un tiempo histórico o mitológico, al que a menudo alude el título de la obra. Esta trama dual y desbordante –ya no sólo de materia pictórica, sino también de significantes simbólicos, pues introduce una cierta narratividad que viene a matizar el carácter abstracto o no figurativo de la obra– es la que propicia, provoca incluso, el salto de la imaginación creadora hacia otros sistemas de signos como el lenguaje, la música o la danza.
            Las obras resultantes –telas o textos-- prescinden de la imagen que las raptó y entablan un diálogo de alusiones y asociaciones lingüísticas, simbólicas, filosóficas o literarias que el espectador o lector puede a su vez interpretar a su antojo. De este modo, los poemas de Mitologuías. Homenaje a Matta que leeremos hoy distan de ser una descripción del cuadro de Matta en que se inspiraron sino que provienen de estados de existencia o de pensamiento, asociaciones con hechos o recuerdos, esbozos de teorizaciones o fantasías, fragmentos de frases o versos, vislumbres o chispas de la imaginación suscitados por aquel cuadro. En ese proceso surgen contextos simbólicos e imaginarios propios en los que esas imágenes, al desplazarse, son transportadas, se desgranan, se potencian, se pierden, se fijan, se disfrazan, o de incontables maneras se transforman y refunden hasta ser irreconocibles, hasta tornarse inéditas en su nuevo medio artístico.
            De la obra de Matta me había fascinado en un primer momento lo que llamó “morfologías psicológicas”, concepto que según él consistía en “inventar equivalencias visuales de los diversos estados de conciencia”. Observé que al anotar mis sensaciones frente a esas obras me ocurría algo similar, con la diferencia de que en vez de equivalencias visuales yo estaba inventando equivalencias lingüísticas, poéticas, a partir de estados de conciencia que no eran evidentemente los de Matta sino los míos, suscitados por obras suyas. Así pues, se fue gestando la primera serie de cinco poemas, que por consiguiente titulé “Morfologías”.
            Volví a mirar y admirar nuevos y viejos cuadros de Matta, en particular la serie de diez aguafuertes titulada L’Arc obscur des heures, de 1975. Vi allí algo de las imágenes mediterráneas de mi primer libro, Posesión por pérdida, de la Grecia que yo evocaba a través de algunos de los escritores que entonces me atraían. A partir de ese momento la evocaría también a través de Matta, quien a su vez, en esa serie, utilizando ese mismo procedimiento de écfrasis o intertextualidad, se había inspirado en los fragmentos de Heráclito. Los poemas inspirados en esa serie de Matta pasaron a integrar la segunda sección de mi libro, la cual lleva su mismo título, traducido al español, e incluye 10 poemas cuyo texto contiene, en cursiva, una cita del fragmento de Heráclito en que se inspiró Matta, así como dos poemas adicionales de encuadre, “Pórtico” y “Estela”, directamente inspirados en Heráclito sin mediación del artista.
            Regresé a mis apuntes y establecí afinidades, sistemas, constelaciones. La idea de morfología poética había quedado superada; ahora, bajo esas otras influencias —predominantemente la griega— mi imaginación derivaba hacia el mito y, convergentemente, creí ver reflejada esa tendencia en obras más recientes de Matta que contemplé en una gran muestra del artista realizada en el Museo Reina Sofía de Madrid en 2000. De esta experiencia nació la tercera serie de poemas, Mitologuías, que da título al libro en su conjunto. Esta palabra es el resultado de un juego de palabras inventado por mí (a partir del título de Matta, My-tology, el cual parece hacer alusión a “su” teología: que vendría a ser, en el contexto de esa obra, la de los dioses de la mitología). Con la palabra mitologuías, pues, quise sugerir la idea de una guía para adentrarse en lo mítico, lo mitológico y hasta lo mitomaníaco, o en cualquiera de sus posibles combinatorias, por conducto de los hablantes o referentes poéticos que iban surgiendo en esos poemas, desde griegos y bíblicos hasta contemporáneos. En contraste con la serie inspirada en Heráclito, de tono enigmático y vagamente oracular, las mitologuías constituyen una especie de manual de ciencia y supervivencia postmodernas.
            Los poemas de este libro llevan los títulos originales de las obras de Matta que sirvieron de trampolín asociativo, pero, una vez más, traducidos al español, puesto que esos títulos consistían casi siempre en frases en otros idiomas o juegos de palabras, frecuentemente empleados por este artista. Estos elementos intertextuales están indicados como tales en los poemas y en las notas del libro, donde se reproducen los títulos y fechas de las obras originales de Matta a las que se hace alusión.
            El recital contó con el patrocinio de la Embajada de Chile en Austria.

NOTA:   Partes de la presente introducción provienen del ensayo "Rapto sibilino: hacia una mitopoética de la imagen", de María Elena Blanco, publicado en Haz de incitaciones: poetas y artistas cubanos hablan, ed. de Jesús Barquet y Maricel Mayor Marsán (Miami: Eds. Baquiana, 2003).

sábado, 5 de noviembre de 2011

VÍSPERA DE SANTOS


   Para Ruy

            Los pies ya no me daban más. Tenía que haberme cambiado, lo pensé incluso, pero a pesar de todo me dejé los tacones, un jueves, qué locura, sabiendo lo que son los jueves, y hoy, especialmente hoy: el encuentro con el niño, la clase, el desfile. Tal vez ahora podría entregarme plenamente al goce de la noche, sentía que se iban abriendo una a una las válvulas de escape. Mis miembros se distendían, invadidos por un tibio placer. Si no fuera por los malditos pies, que no querían dar ni un paso más, rebelándose obstinadamente contra la tendencia general de mi cuerpo, como si fueran de otro, como si allí se hubiera concentrado todo el cansancio de los últimos años. Pero no era lo único. Otra cosa: lo que faltaba. Me impacientaba no poder empezar a descansar, yo que había cumplido todos los horarios: el encuentro, la clase, el desfile. Menos mal que habíamos tomado un taxi. De lo contrario no habríamos llegado, mejor dicho, no habría llegado yo a tiempo. Tuve que dejarlo instalado en el café, repetirle varias veces la hora y el lugar. El dichoso desfile, pensé entonces, pese a mi gusto innato por la fiesta, no dejaba de ser una diligencia más, la última tarea del día. Decididamente, no pude empezar a relajarme hasta mucho después. Tras buscarlo entre la multitud a la salida de la universidad, tuvimos que atravesar el parque a modo de carrera de obstáculos, dibujando figuras obsesivas, contorneando núcleos impenetrables, compensando -‑más rápidos o más audaces‑‑ la ventaja que nos llevaban los grupos amorfos que cerraban cada vez más las vías exteriores del laberinto. No obstante, logré escurrirme entre brazos en alto y barreras policiales y asegurarnos, no sin roces y protestas, un puesto de avanzada en una calle lateral. Clavados allí -‑yo en guardia ante cualquier movida ajena para usurpar el pedazo de acera conquistado o atentar contra nuestra siempre imperfecta visibilidad, manteniendo un equilibrio precario al borde de la cuneta‑‑ vimos desfilar en oleadas al tropel carnavalesco que escamoteaba alegremente su desasosiego bajo identidades por una vez inequívocas -‑yo diablo, tú astronauta, él ella‑‑ tejiendo una opulenta tela agujereada y como tironeada alternadamente de un lado y de otro hasta desintegrarse en los bordes, regenerarse en el centro, creando y resorbiendo lagunas, modificando sin cesar el diseño arbitrario de su urdimbre. Después de transcurrido el tiempo necesario para poder decir con propiedad que salimos ilesos del desfile -‑porque azotaba un viento helado, que anunciaba inclemencias mayores‑‑ con una mirada convinimos en que ya estaba bueno. Ahora a sentarnos un rato, tomar algo caliente, comer algo tal vez. Pero sentí que no podía seguir. Además, había lo otro, que venía a sumarse al problema de los pies. En cuanto a éste, sin embargo, se me estaba ocurriendo una idea. Rápido, ¿qué hora es? Con suerte alcanzamos: es posible que cierren a las nueve. Apúrate, ahí a la vueltecita. Hacía tiempo que quería comprarme unas zapatillas negras como las suyas. Era el pretexto perfecto, pensé, ante la expectativa de un doble placer, levemente velado, sólo por un instante, al imaginar que las Reebok negras pudiesen desentonar con el traje de seudoejecutiva. Mas enseguida me embargó una deliciosa sensación de abandono y reconocí, nítido, el deseo de participar en el disfraz. Ya al atravesar el parque un vendedor ambulante nos había provisto de sendos collares de un verde y un violeta iridiscentes que chispeaban en lo oscuro, y las modernísimas zapatillas de gimnasia contribuirían definitivamente a armonizar mi estado de ánimo con el estilo del barrio y el tono de la noche. Haciendo abstracción de mis pies impertinentes, con un último esfuerzo pude incluso correr -‑tal fue la súbita energía que aportó la esperanza de encontrar la zapatería abierta‑‑ y olvidar momentáneamente el otro dato apremiante. Pero la frustración de ese empeño hizo que la necesidad de llegar a un baño cobrara proporciones cataclísmicas y hubimos de emprender otro desvío. Por suerte, los edificios de la universidad estaban a un paso y tras la pausa impostergable en uno de ellos pude por fin disponerme, ahora sí, a iniciar, despacito, la segunda parte de la noche. Los ecos de la comparsa llegaban cada vez más diluidos por las bocinas y frenazos de los taxis que volvían a invadir las calles más transitadas de la zona, a riesgo de toparse con un rezagado trozo de desfile o con la retirada en masa de la fuerza policial, convocada especialmente para vigilar el parque, que en noches normales, ya se sabe, es antro de traficantes de drogas, borrachos y maleantes.
            Yo tenía trece años y medio. Debía encontrarme con mi mamá en su oficina:  a última hora mi tía había llamado, no podía llevarme a comer. Llegué tarde porque como de costumbre bajé sin prisa desde la 53 por la 3ª Avenida mirando las vitrinas, la gente, y sobre todo pensando. Pensando. ¿Qué decidiría ella? Ella era imprevisible, siempre me tenía adivinando, llevándome arbitrariamente de un lado para otro. Cuando llegué estaba impaciente. En el taxi no paró de quejarse: su problema era qué haría conmigo durante su clase. Si me llevaba con ella me aburriría, y además se me pasaría la hora de la cena. Y después teníamos que ir al desfile de disfraces, que yo quería ver a toda costa. Pero tampoco le gustaba la idea de dejarme solo por ahí esas dos horas. Sabía que me escaparía hasta St. Mark's, que podría encontrarme con algunos punks, conocidos de vista o amigos de amigos. De hecho así fue, pero primero hice lo que me mandó. Ella, siempre tan  atenta a los detalles formales, me compró un diario para que tuviera material de lectura (el Village Voice) y me dio dinero para que fuera a instalarme a Pane e ciocolatte, una especie de cafetería de estudiantes, a comer, a esperarla mientras iba a su clase. Pedí una hamburguesa deluxe, miré los anuncios de discos y conciertos y me fui poco después. Por St. Mark's todo estaba desierto, así que pasé a ver a mi amiga Mickey, que trabajaba en Traffico, una boutique new wave. Me veía bastante cool. Llevaba mis jeans gastados, mis botas Dr. Marten's, las forradas con metal en la punta, mi abrigo largo, y en la cabeza un pañuelo atado a lo skinhead. Conversamos corto y me encaminé de nuevo hacia el parque, preguntando la hora a cada rato. Con mi mamá nos dimos veinte mil vueltas, yo corriendo tras ella o a veces adelantándome cuando podía, buscando un lugar más o menos potable para ver el desfile. En Waverly y la 5ª Avenida no había caso. Cruzamos el parque en diagonal hacia Macdougal y allí quedamos no muy bien al principio, pero cada vez mejor, más cerca de la calle, gracias a la presión insistente de ella, que no estuvo satisfecha hasta quedar con un pie en primera fila. Yo, como era mucho más alto, veía todo desde más atrás. Desfilando al compás de varias bandas de música había gente disfrazada de fantasma, de botella de cerveza, de caballero andante, de payaso, y otros aun más originales, como un tipo todo de blanco, con sombrero de copa también blanco y los ojos dos enormes círculos pintados de rojo. Este fue el que más me gustó. Al rato nos dieron ganas de irnos. Hacía frío. Mi mamá estaba cansada, quería sentarse en algún sitio, pero en ese caso tendríamos que caminar un poco más, porque para ella "algún sitio" no era cualquier lugar. Yo la entendía. Por eso primero quería pasar urgente al baño y a comprarse unos zapatos más cómodos. Partimos en dirección oeste, por la calle 8, con la idea de llegar hasta el Caffè degli artisti, en Greenwich Avenue. Entonces divisé, sentado en unos escalones, a mi amigo David, de mi escuela de Queens, que prácticamente vivía en la calle 8, y se lo mostré a mi mamá, que nunca me creía cuando le decía que David ya casi no estaba en Queens y prácticamente vivía en la calle 8. Ahora parece que se convenció por fin. Al pasar por Christopher Street vimos a los travestidos más elegantes; eran también los más alegres y lanzados. Bailaban o se paseaban, exhibiéndose, y podíamos ver de cerca su maquillaje y sus trajes chillones o brillantes. De pronto pensé que en Nueva York todo el mundo era artificial, incluso yo. Pero no sé por qué decidimos cambiar de rumbo hacia el este e ir a comer a Romna. Romna era un restaurante indio (de Bangladesh, para ser más exacto) al que íbamos desde hacía siglos, donde nos conocían y siempre éramos felices. Antes íbamos allí con Richard. Es más, lo habíamos descubierto con Richard, cuando yo tenía unos 8 años. Romna era como quien dice estar en casa, sólo que era mucho mejor que estar en casa.
            Habíamos andado un poco a la deriva, pero la idea de llegar a Romna era consoladora, aunque supusiera volver a atravesar todo el Village. Romna era un lugar familiar. Avidos de un poco de silencio para sumirnos en nuestro propio mundo interior, sintiéndonos al mismo tiempo solidarios en esa errancia a través de la noche neoyorquina, que era quizás lo único que entonces nos unía, nos internamos en unas calles anodinas, pobladas a esa hora sólo por trastos viejos y bolsas de basura amontonados en la acera o, acurrucado sobre una rejilla metálica por donde escapaban los vapores del subway, algún borracho del Bowery venido a dormitar a estos reinos más plácidos. De repente, como surgido de la nada, se aproximó un indio, que iba en dirección opuesta, hacia el parque. Cortés, pero intensamente, preguntó cómo llegaba a Washington Square, y siguió su camino. No era indio, era puertorriqueño. No, era indio: cualquier puertorriqueño de este barrio sabe donde queda Washington Square porque llevan más tiempo aquí, los indios llegaron después. Tal vez por eso no sabría que el desfile ya había terminado y se alejaba en vano hacia el centro -‑cada vez menos marginal‑‑ del Village. Tendría que esperar un año para ver otro Halloween y para entonces ya el remolino de esta ciudad se lo habría chupado hacia su vórtice y nadaría como pez en el agua con coreanos y etíopes (y otras especies más añejas como nosotros) aspirando a abrirse paso entre los peces gordos. Sólo que nosotros, más indiferentes o más seguros, desde hacía mucho ya no íbamos sino en la otra dirección, al encuentro precisamente de lo que él abandonaba, lo más lejos posible de los áridos cotos del Establishment. ¡Increíble!: vimos pasar a Jimmy Connors. ¡El famoso tenista, de incógnito! Yo lo reconocí al tiro. Mi mamá, claro, dudaba, pero ella no lo vio como yo, sino de espaldas. A la vuelta, cuando nuevamente atravesamos toda la calle 8 de este a oeste para ir a la estación del F en la 6ª Avenida, todavía deambulaban algunos de disfraz: un par de tipos vestidos de pancake. El traje consistía en dos enormes platillos de cartón dorado que cubrían todo el cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos, con el emblema de Aunt Jemima, la marca de harina de panqueques, justo en la barriga. Unas chicas los miraban alucinadas y decían que eran esos panes chatos y huecos que los griegos llaman pita; otra señora preguntó si eran bagels, las roscas que vendían en todos los negocios judíos. ¡Ja! Típicamente neoyorquino.
            Era cerca de la una cuando abordamos el F rumbo a casa. La estación estaba más concurrida que otras veces con los que aún tenían por delante el viaje de unos treinta y cinco minutos hasta Jackson Heights o un poco más hasta Forest Hills: latinos de Queens que volvían del desfile en su mayoría, pero había de todo.  A empujones, a gritos, al cerrarse las puertas automáticas entró un grupo que llamó la atención, aunque no lo distinguimos bien hasta que cesó el desbarajuste que en cada parada causaba el entra y sale de gente. Iban apenas disfrazados, salvo una de melena retinta y ojos claros que daba la impresión de estar casi desnuda. Llevaba botas altas y las piernas perfiladas por una malla negra con roturas en la rodilla y cerca de las ingles. Se movía constantemente, y a cada tentativa de ponerse de pie sus amigos la hacían sosegarse. Hasta que se zafó y fue a dar de cabeza en los brazos de un caballero que roncaba en un asiento vecino. Dando tumbos ‑-porque era obvio que estaba ebria‑- logró afirmarse en la barra central del vagón. "Fu‑fú, fu‑fú", cantaba repartiendo guiños y golpes de pestañas postizas al son de las risitas recelosas y algo avergonzadas, aunque divertidas, de los que viajaban con ella. Fue en ese momento, así, acodada a la barra, con el sexo ceñido por un minúsculo traje de baño de un azul violento que dejaba las nalgas al descubierto debajo de la malla, cuando nos dimos cuenta de que se trataba de un hombre. "¡Lázaro, quédate quieto, muchacho!", lanzaban con acento caribeño ‑-¿cubano?‑- los amigos. Lázaro se abría de piernas y exhibía la perfecta belleza femenina de su rostro y la firme esbeltez de su cuerpo ante los mirones atónitos. Yo no le podía quitar los ojos de encima. Lázaro no paraba. "¡Lázaro, ven acá, chico, estate quieto!", suplicaban los otros entre carcajadas ahora incontrolables. Impulsado por la velocidad, iba tambaleándose de un extremo a otro del carro, aferrándose de vez en cuando a algún hombro, cayéndose de bruces sobre un conjunto de pasajeros, aunque nunca sin pedir disculpas zalameramente o plantarle un beso en la mejilla a uno de sus improvisados benefactores, los cuales simplemente no tenían tiempo de reaccionar, ni bien ni mal. A mí se me acercó y me pidió fuego, balanceándose sobre mi cabeza agarrado de una de las manillas del techo. El tipo era un caso. Yo le contesté que no fumaba, traté de ser amable porque me cayó simpático, pero la verdad es que en el tren está prohibido fumar. A mi mamá ni la miró. Lázaro cantaba "fu‑fú" (¿conocería acaso ‑-tan joven‑- el Frou-frou, cantado como yo lo oí la primera vez por Patachou?), volaba en grands jetés, aterrizaba con una especie de reverencia a los pies de una señora de edad que lo miraba seria. Mi mamá lo contemplaba como en trance, yo creo que le gustó. A mí me maravillaba su increíble energía, porque estaba completamente borracho y nunca perdía del todo el equilibrio. Bueno... casi nunca. No perdía del todo su gracia, más bien. Sí, claro, era muy gracioso. No, no es eso, además era gracioso. Tú siempre tienes que decir la última palabra. El tren se detuvo luego de su interminable sondeo por debajo del East River y entraron una monja y un señor de negro que a todas luces parecía cura. Lázaro no quiso desairar a los recién incorporados a la fiesta -‑porque aquello era su fiesta personal‑‑ y dos o tres piruetas más tarde estaba otra vez colgado de la manilla frente a la monjita, cigarrillo en mano, pidiendo lumbre. "¡Lázaro!", bramaron. "¡Ay, Dios mío!" El vientre de Lázaro se proyectaba hacia atrás y hacia adelante más o menos a la altura del mentón de la monja, quien mantuvo una actitud ejemplarmente digna en todo momento. Se bajó, eso sí, con su curita, en la parada siguiente. Pero yo vi cómo se metían en el otro vagón. Mira, en realidad no se bajaron, ¿cachaste? Pensé que los acontecimientos de esta noche eran la clase de vivencia vibrante e intensa que fascinaba a mi hijo y que difícilmente olvidaría. Lázaro se había pasado al cante jondo y se iba por soleares: "ay, el ei', ay, el éei'" -‑y en un susurro‑‑ "coño". En esa misma estación había entrado un policía que se quedó de pie junto a la puerta, alto y apuesto, de uniforme completo. El "ei'" ‑‑caímos en la cuenta‑‑ era el AIDS. "Odio el ei'..." y se acercaba al policía meneando el culo y sonriendo coqueto. "¡Lázaro! Ven acá, muchacho", instaron espantados sus amigos, mirando la escena de reojo. "Déjame, chico, e' Jalogüín... El ei', el éei'... E' que yo soy cubano... Déjame hablar, chico. ¡Ay, qué maldición el éii'!" Dos rubias a quienes la complicidad entre voyeurs había hecho romper el código de no hablar con extraños se preguntaban en qué idioma deliraba Lázaro. Una sugirió tímidamente que en español; la otra protestó, indignada, que ella sabía español y aquello no podía ser sino un dialecto. En un viraje súbito, Lázaro trató de asirse al brazo del policía, pero fue severamente rechazado... con un gesto. Hubo como un suspiro colectivo de alivio. ¿Te fijaste, mami? Un hombre que se levantó para ir hacia la puerta cortó la tensión cuando dijo, en voz alta, que Lázaro tenía mejor cuerpo que su esposa. Todos se rieron. Y era verdad: tenía muslos de bailarina, torneados y sin vellos. Yo le miraba el bulto entre las piernas y pensaba, qué tipo tan atrevido, porque con el taparrabo, la malla y, entre medio, uno de los rellenos blancos en forma de copa del ajustador que había ido a dar allí, estaba más que sexy, estaba.... Estaba obsceno. Pero tenía algo entrañable y hermoso y lleno de gracia. Lázaro dio su última voltereta con la cara surcada como paso de cebra por la peluca azabache justo antes de que el tren parara en la estación de Jackson Heights, donde varios de sus amigos, dispuestos a bajarse, lo halaban para que se soltara de la barra y lo empujaban hacia afuera. Lázaro no quería salirse de esa noche. "Vete a ver a tu madre", le gritaron los que permanecieron en el tren, no sé si en serio o en choteo. Lo cierto es que aunque su rostro había cobrado por instantes un cariz algo tosco y traslucía entonces, fugazmente, una indecible pena, Lázaro había experimentado durante aquel trayecto el gozo exhilarante y todavía nuevo de mostrarse sin tapujos ante un público cautivo.
            Lo más probable era que al día siguiente Lázaro se levantara con dolor de cabeza, se duchara y saliera otra vez hacia el subway, de cuello y corbata, para dirigirse al banco de Lexington Avenue donde, desde 1980, trabajaba de cajero.

© María Elena Blanco

lunes, 31 de octubre de 2011

HALLOWEEN TREAT

A NEW YORK HALLOWEEN
(Translated from the Spanish by the author, Vienna, Halloween night 2010)

                                             For Ruy,
                                             back from the future
                                             into that Halloween night of 1985

                                                                                                                         
            My feet were killing me. I should have changed my shoes, the thought actually crossed my mind but I left my heels on, a Thursday, sheer insanity, knowing how it usually goes on Thursdays, and today, especially today: pick up, class, parade. Maybe now I could begin to unwind and get myself in the right mood to face the night --I could feel those escape valves already opening up one by one. My limbs, more and more distended, were slowly infused with a pleasurable warmth. If it weren’t for these damned feet, which didn’t want to take one more step, stubbornly rebelling against the general trend of my body, as if they were someone else’s, as if they had suddenly bottled up in them all the exhaustion from these past few years. But that was not all. Something else was bothering me. I was getting really impatient to start winding down; after all, I had kept all my dates: meeting the kid, showing up at class and now, the parade. Thank goodness we had taken a taxi. Otherwise we wouldn’t have made it –rather, I wouldn’t have made it. I had to find him a table at the coffee shop, tell him to stay put, remind him over and over again of the agreed time and place. That crazy parade, I thought then despite my fondness of such happenings, was nonetheless another chore, the last one of the day. For sure I wouldn’t be able to relax until much later. After looking for him amidst the university crowd rushing in and out of class, we had to cross the park in obstacle-race mode, going around in circles, evading impenetrable hubs, compensating –with faster or bolder moves– the advantage that the scattered groupings had on us, as they gradually closed in on the outer paths of the labyrinth, if we were to reach the mainstream of the parading folk. Somehow I managed to slip between a bunch of gesticulating arms and police barriers and secure for us a first-row vantage point on a side street. Pinned to the floor –I, ever on guard against anyone trying to invade our hard won foot-and-a-half of sidewalk or block our no better than partial view as I wobbled at the edge of the curb, hopelessly off balance– we watched the carnival-clad mob as it flocked down the street happily concealing the day’s anxieties under for once unmistakable identities  –devil, astronaut, drag queen– and weaving a torn, opulent canvas which was pushed and shoved from all ends, fraying off at the edges, regenerating itself in the center, forming and reabsorbing gaps, incessantly changing the arbitrary pattern of its warp. After being there long enough to safely say we had come out unscathed from the parade  –a gelid wind was blowing, heralding greater inclemencies– we gave each other the enough-is-enough look. Now we’d go sit somewhere, drink something hot, possibly have a bite. But I felt I just could not go on. And there was this other thing, besides the business with my feet. As to the latter, though, I suddenly had a bright idea. Quick, what time is it? With some luck we’ll make it, I think they close at nine. Hurry up, it’s right around the corner. For years I had wanted to buy myself a pair of black sneakers like his. This was the perfect pretext, I said to myself, savoring an imminent double gratification, only slightly offset by the possibility of looking more than a bit awkward in those black Reeboks and my pseudo-Upper-East-Side executive suit. This fear was short-lived, however, and gave way to a voluptuous feeling of abandon in which I clearly recognized my deep desire to join in the masquerade. A while back, as we were crossing the park, already a street vendor had provided us with a pair of iridescent necklaces which sent green and violet sparks into the black sky, and the trendy sneakers would certainly help in tuning my mood to the style of the neighborhood and the night’s peculiar pitch. Ignoring for a brief interlude my impertinent feet, with a supreme effort I was actually able to run –such was the energy instilled in me by the delusion of finding the shoe store open– and even to forget momentarily the other urgent matter. The uselessness of that endeavor turned the need of finding a toilet into a potential cataclysm and so we had to take yet another detour. Luckily, the university buildings were a stone’s throw away and only after the inevitable stop in one of them was I finally disposed, this time for real, to begin to enjoy the second act of the night. The last echoes of the parade were increasingly muffled by the honking horns and screeching brakes of the taxicabs that once again invaded the main Village thoroughfares, albeit risking collision with some lagging leg of the parade or with the retreat en masse of the police force, especially convoked to patrol the park, which on regular nights, as everyone knows, is a den for drug dealers, drunkards and thugs.
            I was thirteen and a half. I was supposed to meet my mother at her office; at the last minute my aunt had called to say that she couldn’t take me to dinner. I was running late because as usual I walked down leisurely on Third Avenue all the way from 53rd stopping to look at the store windows, watching the people and, above all, thinking. Thinking. What would she have in mind? She was unpredictable, always had me guessing, taking me unexpectedly from one place to another. When I arrived she was visibly impatient. In the taxi she wouldn’t stop complaining –her dilemma was what to do with me while she went to class. If she took me with her I would get bored, plus it would get too late for me to have dinner. Especially since after that we were going to the Halloween parade, which I wanted to see big time. But she also didn’t like the idea of leaving me alone for two hours. She knew I could sneak over to St. Mark’s, where I would run into the usual local punks or friends of friends. Actually, she was right, but first I did what she told me. Always mindful of practical details, she bought me a newspaper so I would have some reading material (the Village Voice) and gave me money to get a table and eat something at Pane e ciocolatte, a kind of student cafe, while she went to her class. I ordered a hamburger deluxe, looked at the record releases and concert ads and left shortly thereafter. On St. Mark’s there was nothing doing, so I stopped to see my friend Micky, who worked at Traffico, a New Wave boutique. I looked pretty cool in my distressed jeans, my Dr. Marten’s boots, the ones with heavy metal tip, my long coat and a kerchief on my head tied skinhead-style. She and I talked briefly and I headed again for the park, asking for the time every now and then. Once with my mother, we took a million turns, I running after her or at times ahead of her, when I could, looking for a half-way decent place to watch the parade. On Waverly and Fifth, forget it. We cut through the park diagonally towards Macdougal and there we were not too happy at first but eventually got closer and closer to the street thanks to my mother’s subtle but insistent thrust forward until she had a foothold in the first row of onlookers. Since I was a lot taller, I could see everything from behind her. Striding along to the beat of several bands, there were people disguised as ghosts, beer bottles, knights in armor, clowns, and a whole bunch of even more original costumes, like this guy dressed all in white, with a top hat also in white and two huge red circles painted around his eyes. This one was my favorite. After a while, though, we felt like leaving. It was cold. My mother was tired, she wanted to sit down somewhere, but this meant having to walk some more because, for her, somewhere was not just any place. I could understand it. That’s why she first had wanted to stop urgently at a ladies’ room and buy herself more comfortable shoes. We started walking west on 8th Street thinking of going to the Caffè degli artisti on Greenwich Avenue. Just then I saw, sitting on some nearby steps, my friend David from my school in Queens, who practically lived on 8th Street, and I showed him to my mother, who never believed me when I said that he almost never stayed in Queens and practically lived on 8th Street. Maybe now I’d finally convinced her. Around Christopher Street we saw the most stylish drag queens, who were also the gayest and boldest of all. They would dance or pace about flaunting themselves and we could see their makeup and their loud or glossy outfits at close range. All of a sudden it struck me that in New York everyone was fake, including me. But I don’t know why, quite abruptly, we decided to change direction and walk east, to Romna. Romna was an Indian restaurant (Bangladesh, to be exact) we had been going to for as long as I could remember, where they knew us and where we were always happy. Earlier on we used to go there with Richard. Actually, we had discovered it with Richard, when I was about eight. Romna was like being at home, except it was a lot better than being at home.
            We had roamed around a bit aimlessly, but the thought of going to Romna was a consoling one, even if it meant crossing the entire Village again. Romna was a familiar place. Longing for a bit of silence to sink into our own inner world while sharing a certain sense of solidarity in our wandering through the New York night, which was perhaps the only thing that united us then, we plunged into seedy streets only cluttered at that late hour by rickety furniture and garbage bags piled up on the sidewalk or, curled up on one of those metal grids for ventilating the subways, some drunkard descended from the Bowery in search of quieter turf. Suddenly, out of the blue, we were approached by an Indian who was going in the opposite direction, towards the park. Politely, but with a curious intensity, he asked how to get to Washington Square and then went on his way. He wasn’t Indian, he was Puerto Rican. No, he was Indian: any Puerto Rican in this neighborhood knows where Washington Square is because they have been here longer, the Indians came later. Quite probably for that reason he could not have known that the parade was over and he was headed, to his imminent disappointment, for the ever-less-marginal center of Greenwich Village. He would have to wait another year to watch the Halloween parade and by then the whirlwind of the city will have swallowed him into its vortex and he will be swimming in his element along with the Koreans and Ethiopians (and other more seasoned species like us) aspiring to get a piece of the action among the big fish. Only that we, more blasé or secure, for the longest time now only went in the other direction, in search precisely of what he sought to abandon, as far away as possible from the stodgy preserves of the Establishment. Incredible! we saw Jimmy Connors go by. The famous tennis player, incognito! I recognized him instantly. My mother, of course, was skeptical, but she didn’t see him like I did, only sideways. On the way back, as we again dragged ourselves along the entire length of 8th Street from east to west to get to the F train on Sixth Avenue, there were still some people in disguise marauding about, like a couple of guys dressed as pancakes. The costume consisted in two huge round plates of shiny yellow cardboard, like cymbals, which covered their whole body from the neck to the ankles and the Aunt Jemima emblem painted on their belly. Some girls were staring at them in awe, saying they were pitas, those flat Greek breads; another lady asked me whether they were bagels –the kind of buns with a hole in the middle they have in Jewish delis. All typical New York stuff.
            It was close to one when we boarded the F, direction home. The station was then more crowded than usual with those who still had a thirty-five minute trip to Jackson Heights or slightly longer to Forest Hills  –Latinos from Queens returning from the parade, though not only. As the subway doors started to close, a group came in yelling and pushing each other, catching everyone’s attention. But we couldn’t actually get the full picture until the usual rigmarole of people getting on and off at each stop was over and the doors finally closed. They were hardly in disguise, except for one jet black-haired woman with blue eyes who gave the impression of being almost naked. She was wearing high boots and her legs were sheathed in black mesh stockings with big holes at the knees and near the groin. She moved incessantly and at each one of her attempts to get up her friends would push her right back down onto her seat. That is, until she managed to break free, landing head on in the arms of a gentleman nearby who was discreetly snoring. Constantly jolting –she was obviously drunk– she finally held on to a pole. “Foo-foo, foo-foo” she sang, winking provocatively her false eyelashes as her fellow travelers smiled warily and somewhat embarrassed. It was just at that moment, as she leaned on the pole, her sex snugly bound by a minuscule electric-blue bikini which left the buttocks nude under the mesh tights, that we realized she was a male. “Lázaro, cut it out, man!”, his friends would say with what seemed like a Caribbean –perhaps Cuban– accent. Lázaro was now doing leg splits, boasting, as he looked up amidst a dozen pairs of unbelieving eyes, his strikingly feminine features and the supple firmness of his body. I couldn’t take my eyes off him. Lázaro did not stop for a second. “Lázaro, come here, man, sit down!”, cried out the others in fits of laughter they could no longer suppress. Propelled by the speed of the train, he traveled the width and length of the car swaying dangerously from side to side, taking a grip here and there onto some arm or shoulder, falling face down on a group of passengers, but never without excusing himself with a pout or blowing a kiss to one of his unexpected benefactors, who simply did not have enough time to react one way or another. He came over to me and asked me for a light, swinging himself above my head as he held on to one of the handles on the ceiling. This guy was a real number. I told him I didn’t smoke, trying to be nice because I kind of liked him, but the truth is you can’t smoke in the subway. My mother --he didn’t even look at her. Lázaro sang “Foo-foo” (could he have known the French Frou-frou, which I had heard for the first time in the sixties sung by Patachou? –impossible, he’s too young), he flew about in grands jetés and landed with a bow at the feet of an elderly lady who gave him a stern look. My mother was staring at him as in a trance, I think she found him cute. I was amazed by his boundless energy, because despite being totally drunk he never lost his balance –well, almost never. He never loses his gracefulness. Yeah, he’s really funny. That’s not what I mean, though he’s also funny. You always have to say the last word. The train finally stopped after its endless cruise below the East River and there walk in a nun and a man in black who looked every bit like a priest. Lázaro did not wish to snub the newcomers to the party –because this was his own personal feast– and two or three pirouettes later he was again dangling from the handle, this time in front of the sister, cigarette in hand, asking for a light. “Lázaro!”, they roared. “Oh, my God!”. Lázaro’s groin projected itself forcefully back and forth more or less at the level of the nun’s chin, but she didn’t move a muscle and kept a dignified attitude at all times. She did get out at the next stop, though, together with her priest. But I saw how they went right back into another car. Look, Ma, they didn’t really get off, see? I thought that this night’s adventure was the kind of vibrant and heady experience my son relished, something he would hardly forget. Lázaro had now switched to flamenco and sang cante hondo: “Oh that ai…, oh that ai…” and –in a whisper– “damn”. At the nun’s station a handsome policeman in full uniform had also boarded the subway car and had remained standing by the door. “That damned ai…”, we soon gathered, was AIDS. “I hate ai…,” he moaned as he approached the policeman wiggling his hips and smiling flirtingly. “Lázaro! Come back here, man”, urged him his by now terrified friends, who watched the scene out of the corner of their eyes. “Leave me alone, man, it’s Halloween…, why ai… I’m Cuban, man…  just talkin’… what a curse, ai....” Two blondes, whom the newly found complicity among voyeurs had prompted to break the rule of not talking to strangers, asked themselves in what language Lázaro was ranting and raving. One tentatively suggested it might be Spanish, but the other one countered with authority that she knew Spanish and it could only be some kind of dialect. In a sudden turn, Lázaro tried to grasp the policeman’s arm and was firmly rejected… with a gesture. There was a general sigh of relief . Did you notice, Mom? A man who stood up to go to the door broke off the tension when he blurted out in passing that Lázaro had a better figure than his wife. Everyone laughed. And it was true: he had a ballerina’s legs, shapely and smooth. I looked at the bulge between his thighs and thought, what a cheeky guy, because with the skimpy slip, the mesh tights and, caught in between, one of the white cone-like pieces of padding from his bra, which had ended up there, he was beyond sexy, he was… He was obscene. But there was something lovable and beautiful and full of charm about him. With Lázaro’s last turn, the strands of hair from his jet black wig lined his face with zebra stripes just before the train stopped at the Jackson Heights station and several of his friends, now ready to get off, started to pull him away from the pole and push him out toward the exit. Lázaro did not want to get off that night. “Go to your mother’s”, shouted one who stayed on the train, it was not clear whether seriously or kidding. What seemed all too certain was that although at times his face had taken on a ravaged air –and then it fleetingly betrayed an unspeakable sadness– Lázaro had experienced in the course of that journey the exhilarating and still fresh joy of exposing his androgynous self unabashedly before a captive audience.
            In all probability the next day Lázaro would get up with a headache, take a shower and walk out again toward the subway, in a suit and tie, for his daily ride to the Lexington Avenue bank where, since 1980, he worked as a teller.

© María Elena Blanco

domingo, 16 de octubre de 2011

MÁS SOBRE VIENA…

Es octubre y otra vez la Viennale

       En mi entrega anterior sobre Viena hablé de la existencia de varias Vienas y me referí brevemente a un par de películas ambientadas en esta ciudad que la muestran con especial agudeza en determinados momentos de su acontecer: su avatar como sede de intrigas y persecuciones en la inmediata postguerra, en el caso de El tercer hombre, y su sustrato postmoderno de violencia psíquica y sexual a las puertas del tercer milenio, en La pianista. Estas han pasado a ser películas de culto aunque distan, con creces, de ser las únicas. Y es que existe una Viena cinéfila (y cinéfaga) que imanta a directores y actores y cautiva a espectadores, sin duda a causa de sus inigualables escenarios naturales y urbanos pero sobre todo por un cierto aire de misterio untado de nostalgia que aún recorre a esta ciudad reacia a la total transparencia y a la plana univocidad. El cine, la música, la literatura, el arte en general son los medios que mejor la expresan, revelándola al sesgo, en fondo de ausencia o en presencia sublimada. Uno de esos directores que la amó fue –y aprovecho para rendirle mi homenaje póstumo– Raúl Ruiz, el chileno afable y genial (Raoul para los franceses, que lo adoptaron como suyo), quien rodó aquí, en 2005, sobre un tema proverbialmente vienés, una de sus más hermosas películas: Klimt (2006). Por esos días antes del estreno estuve varias veces con Raúl, conversando en el bar del Hotel Intercontinental o en los diversos cócteles y ágapes de presentación del film. Entre sorbos de vino tinto, hablaba con respeto y admiración de “sus” actores, entusiasmado de poder rodar en nobles mansiones vienesas de fines del siglo XIX y en el propio atelier de Klimt, con túnicas, vestidos y muebles que fueron del pintor. La ciudad y hasta el clima le habían sido propicios. Presionado por los productores, esclavos del costo-beneficio, Raúl había tenido que editar la película en dos versiones, la completa “de autor”, de casi tres horas –la duración que le pedía su ritmo creador– y la, para él, incompleta de los 96 minutos más o menos tradicionales de un largometraje comercial. Con su característico concepto poético de la obra cinematográfica y actores estrella como John Malkovich, Veronica Ferres, Stephen Dillane, Nikolai Kinski y Saffron Burrows, entre otros, Raúl consideraba –sonriente, resignado– que cortar la película era poco menos que un sacrilegio. Al ver ambas versiones, me resultó evidente que en efecto lo era. La Viena cinéfila recuerda hoy a Raúl Ruiz en esta Viennale 2011 al incluir en la muestra no esa, sino otra película del cineasta chileno desaparecido en agosto de este año curiosamente relacionada también con el arte y sus marchantes, ambientada en París: L’hypothèse du tableau volé, de 1979.

       En esta temporada la Viennale tiene como director y actor invitados respectivamente a David Lynch y Harry Belafonte; se inaugura con el último film del célebre finlandés Aki Kaurismäki y parte, al día siguiente, con Americano, la primicia de Mathieu Demy, vástago de una unión –la de Agnès Varda y Jacques Demy– que no podía producir sino a otro cineasta. El programa abarca largometrajes de todos los continentes, incluida una importante presencia de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay), así como documentales, cortos, tributos a varios creadores de obras cinematográficas para la pantalla grande o chica y de performances audiovisuales, cine vanguardista o experimental, películas mudas de los años 20 procedentes de los archivos de la cinemateca austríaca y una retrospectiva de la obra de la cineasta belga Chantal Akerman y de los filmes, seleccionados por ella, que representaron un hito en su formación. Tales retrospectivas, organizadas cada año por el Österreichisches Filmmuseum, son como el aperitivo y el postre de la Viennale, pues suelen comenzar antes y terminar después de ésta, y constituyen para mí uno de los platos fuertes del festival de cine de Viena. El único problema, en este mundo de consumo exponencial –incluso de arte– es, como dicen los franceses, l’embarras du choix, el exceso de opciones o, por ponerlo de otra forma que me es cara, la añorada falta de ubicuidad (temporal y espacial).

       Antenoche vi Mamma Roma de Pasolini con una entrañable actuación de Anna Magnani, en plena y bella madurez en 1962, y anoche fue La captive de Chantal Akerman, inspirada en La prisonnière de Proust. Hoy voy a ver un clásico de Douglas Sirk de 1955 con Rock Hudson, Lauren Bacall, Robert Stack y Dorothy Malone, Written on the Wind; mañana otra de Chantal Akerman, el martes (fuera de la Viennale) la última de Almodóvar, el jueves la inaugural de Kaurismäki y el viernes la del joven Demy además de otra de Akerman con una de mis actrices favoritas de todos los tiempos, Delphine Seyrig. Para estas dos últimas, proyectadas back to back en dos cines distintos, tendré que correr una pequeña maratón a lo largo de la antigua muralla de la ciudad que es hoy ese famoso bulevar circular, el Ring vienés. Espero que no llueva…

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miércoles, 28 de septiembre de 2011

CRÓNICAS CLANDESTINAS DE PERÍODO ESPECIAL IV

DE DÉSPOTAS E ILUSTRADOS
(Kant, kynismo, Kuba)

            Yo vivo en Viena: campamento, arteria fluvial, luego aldea, corte del sacro imperio romano germánico, real y principesca sede bicéfala. Austria, ex adriática república, apéndice anexado: territorio interior convenientemente susceptible de expansión, contracción o subsumisión, según los vientos que corran. Así, dícese de estos pagos A.E.I.O.U.: Austria est imperare orbi universo, y también, mutatis mutandis, A.E.I.O.U.: Austria erit in orbe ultima. En Cuba –isla, aunque continuamente en brega por vaciarse, desbordarse, estirarse y encogerse, ser violada o “anexionada”– los niños de colegio decíamos, burlones, A.E.I.O.U: masabelburroquetú.

            Curiosa vocación de las vocales, de las letras, por los altos y bajos de la ilustración o el poder. Como ha señalado el filósofo alemán Peter Sloterdijk, el saber dejó hace mucho tiempo de ser materia de ocioso erotismo –un amor de la sabiduría en cuanto filo-sofía– para convertirse, en el siglo XIX, en nietzscheana voluntad de poder mediante el ejercicio sistemático de un vitalismo individualista o en arma burguesa de ascenso político y social gracias al aprendizaje dirigido de una educación formal.  En la actual era de globalización post/neo/multi regida por la razón cínica, sin embargo, se trata ante todo, inversamente, de poder para tener (y manipular) el saber, tendencia que Sloterdijk remonta al kynismos: la original vertiente cínica de la filosofía griega representada por Diógenes de Sínope, según la cual antes de aspirar a cualquier saber hay que poder mejorar la propia vida[1]

            Tras la mala pasada que jugaron a la razón kantiana el jacobinismo y los excesos napoleónicos y su ulterior instrumentalización frente al creciente imperio de la técnica en colusión con las fuerzas financieras, con su consiguiente pérdida de finalidad y sentido trascendentes –ese "ocaso de la razón" definitivamente diagnosticado por la teoría crítica de Frankfurt a mediados del pasado siglo–, la razón ilustrada sucumbe hoy, según Sloterdijk, a una enfermedad fundamentalmente moral: el cinismo político de las hegemonías que se extiende como una plaga subliminal a todos los sectores de la sociedad, creando una rivalidad aparente entre "realismo" e "idealismo" en la que en efecto se oponen "un realismo esquizoide y un realismo anti-esquizoide. (...) El primero pretende asegurar la sobrevivencia; el segundo quisiera salvar la dignidad de la vida frente a los excesos del realismo del poder."[2]
             
           Al término de la Segunda Guerra, la teoría crítica, corriente filosófica que replanteó –negativa, contestatariamente– el diálogo con la ya sospechosa razón ilustrada, expresó una aversión visceral por todo lo que oliera a poder e intentó formular un saber que se situara lo más lejos posible de aquél, anclado –por un lado: el de Horkheimer o Marcuse– en una actitud vigilante de denuncia y rechazo de toda instrumentalización de la razón o –por otro: el de Adorno– en la sublimación por la estética y la sensibilidad, en cierto ascetismo arrogante y escéptico de aceptar el dolor de la derrota sin deponer los principios. El balance, radicalmente condenatorio, del legado de la Ilustración y de su aprovechamiento y puesta en práctica por la sociedad moderna al que llegó la teoría crítica fue la constatación de la instrumentalización de la razón por el poder, con la resultante pérdida de autonomía y, por ende, de humanidad. Y en las postrimerías del siglo, Foucault, partiendo de Kant, concluye que la Ilustración, además de desafío filosófico, es claramente, desde siempre, un problema político que ha de atacarse, hoy, no rescatando elementos doctrinales históricamente añejos sino reactivando constantemente su dispositivo crítico mediante una actitud de asedio permanente a tres ejes del quehacer social: el saber, el poder y la ética[3]. Por su parte, Sloterdijk propugna como única esperanza dejar atrás el asedio crítico a la vieja razón ilustrada para desenmascarar su más reciente aberración, la razón cínica: "Bajo el signo de una crítica de la razón cínica, la Ilustración puede renovar sus posibilidades y mantenerse fiel a su proyecto más íntimo: transformar el ser social por la conciencia"[4].

                                            SABER VS. PODER

            Curiosa vocación de las vocales, de las letras –ibas diciendo antes de ceder la palabra a uno de esos nuevos Ilustrados–- también por el color: A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu...[5]: ¡Rimbaud, tú que precisamente dejaste las inofensivas letras para meterte hasta las últimas consecuencias en el espinoso proyecto de cambiar la vida, primero en tu propio ámbito literario y bohemio y luego, no hallándolo a la altura de tu reto, internándote en el África profunda para exponerte a la ley de la aventura, del dinero, a la ley del más fuerte, oh Poeta-legionario volcado al tráfico de armas!

            Controvertido dúo éste, en verdad, letras y armas. Recuérdese sin más que el autor del Quijote pone en boca de su delicado protagonista el famoso discurso de las armas y las letras, en el que privilegia a aquéllas: no en balde fue don Miguel de Cervantes y Saavedra el también célebre "manco de Lepanto" por su bravura en la armada –española, veneciana y pontificia– contra el Turco. El Caballero de la Triste Figura, más cuerdo en ese instante de lo que lo pintan sus detractores, afirma sin ambages de las letras humanas que "es [su] fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin, por cierto, generoso y alto y digno de grande alabanza; pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida."[6]
           
            Cultivar las armas para la paz, parece decirnos el guerrero letrado. Y puesto que la tendencia natural del poder en su época era hacia la belicosidad, habría hecho suyo aquel adagio latino que reza si vis pacem, para bellum. Cultivar no las armas, sino la razón, en su dimensión cosmopolita –es decir, global– para asegurar la paz perpetua, diría luego Kant. Pero la finalidad que asigna Cervantes a las letras no difiere mucho de los fines públicos de la razón kantiana, de lo que a su vez Foucault ha llamado la gobernabilidad o gobernanza: el (buen) ejercicio del poder.

            Y qué decir de nuestro Martí y su doble ansiedad ante el excluyente ejercicio de las letras y las armas, su íntimo desgarramiento entre morir para la poesía (viviendo en ella) y vivir para la patria (y morir por ella). Este amor a la patria, profunda y consecuentemente padecido por él y por tantos próceres en aras de nuestra ansiada república, motivo y motor de tantas e inestimadas independencias, fue sentido por aquellos héroes de siglos pasados como íntimo y espontáneo movimiento del espíritu en el que Kant (y dale con la kantaleta) cifró el progreso moral que representó en su día la Revolución Francesa, la cual encarnó "la disposición moral de la especie humana" a darse una constitución republicana fundada en los principios de libertad, de sumisión a la ley común libremente acordada y de igualdad en calidad de ciudadanos como medio de lograr el fin supremo del derecho de gentes, la libertad; del derecho público, la autonomía; y del derecho cosmopolita, la paz.

            El amor a la patria, simbolizado por la figura del Héroe, "se organiza después sistemáticamente, en el curso del siglo XIX como ideología política para terminar, en el XX, en un sistema demencial"[7] (piénsese en los fundamentalismos políticos desde las sucesivas estilizaciones del leninismo hasta las diversas variantes del ultraizquierdismo, así como –degeneración extrema de dicho fenómeno– en el nacionalismo llevado a sus últimas y más inhumanas consecuencias por el nazismo y en las nuevas formas de terrorismo fundamentalista que vienen azotando recientemente al mundo). Pero incluso sin llegar al genocidio, en el ámbito latinoamericano el nacionalismo ha degenerado en la instauración en el poder de no pocos Déspotas, siendo el más notorio y longevo el imperante en Cuba a fuerza de someter a un pueblo a la condición de heteronomía o tutela, incapacitándolo para ejercer su libertad de expresión y de elección, y de fomentar la enemistad o el aislamiento políticos respecto de las demás naciones, cultivando un ánimo de guerra permanente contra gigantes y molinos de viento ora reales, ora dudosos, pero invariablemente provocados por su propia dinámica irracional.

            Pareciera como si en este ocaso de la razón cubana se hubiese querido emular nefastamente a escala pública el privado gesto rimbaldiano: las antiguas brigadas alfabetizadoras, armadas de ya oxidadas vocales y flamantes kalashnikov, fueron enviadas al frente africano a segar la guerra, a traficar en armas, letras y de cuanto hubiere. Consecuente con su desesperado empeño de cambiar la vida, aquel joven poeta que evocaba mi alter ego vienés murió al menos como hombre ilustrado, en su ley: amputado de una pierna, miserable tal vez, pero único autor y responsable de su libre elección. Los alfabetizadores soldados, en cambio, fueron mandados a Angola a morir como moscas en aras de la porfía de cambiar al Hombre, al Mundo, a todos los hombres y todos los mundos: África, Asia, América Latina, un, dos, tres, mil Viet Nam, patria y muerte...

            En aras de un tal amor patrio se ha llegado a convertir a Cuba en el instrumento de la caprichosa voluntad de un Déspota para mantener a ese régimen en el poder a expensas del bienestar, la libertad y la unidad de un pueblo que en los albores de la revolución le demostró un entusiasmo digno de la "simpatía universal y desinteresada" que Kant identificó en la Revolución Francesa (antes  de que ésta se convirtiera, ella también, en despotismo no ilustrado para luego ir a parar nuevamente en la sucesión monárquica) como señal de paso efectivo hacia el constante mejoramiento de la humanidad.[8] De igual modo, la revolución cubana, muy pronto tornada despótica y, desde 2006, dinástica, responde ante tales responsabilidades históricas con la dureza de oído y la lengua de trapo que caracterizan a la más pura razón cínica.

            Vokación, digo –sukumbiendo ya irremediablemente a la fijación letrista o letrada– por el kolor. En Kuba todos los eskolares, ya fuesen de la enseñanza públika o privada, llevaban uniformes en los ke predominaba siempre un toke de kolor distintivo sobre el blanko de fondo o viceversa, el kual permitía identifikar, en kualkier eskina, la eskuela a ke asistía el edukando: azul añil, Estrella; azul cielo, Maristas; índigo o burdeos, Instituto de La Víbora o La Habana, amarillo mostaza, La Luz; verde verde, La Salle; rojo y blanco, Eskuela Públika No. 9 de Karmen y 10 de Oktubre; viola o morado, Excelsior y Ursulinas; Edison, mi alma mater, karmelita: preciosista denominación ésta de estirpe peninsular y katólika para expresar el kolor más kubano posible –kafé, tabako, azúkar prieta, piel kanela– aplikable en este kaso, por lo demás, a un plantel orgullosamente laiko.

            Porque como variados eran los colores de los uniformes –pluralidad hasta dentro de la uniformidad– así de variadas eran entonces las modalidades de la educación, sujetas a su vez, como es natural, a una normativa básica nacional. Estatal con estricta separación de todo culto, privada laica –de innumerables tendencias, desde la militar, masónica, anticlerical o agnóstica hasta la militantemente multicultural–, o privada confesional y, dentro de ésta, judía, bautista, evangélica y católica jesuita, franciscana, dominica o mariana. Pero todas destinadas a formar a hombres y mujeres autónomos y respetuosos de la diferencia. Ahora la educación es de una sola pieza y (de)forma a hombres y mujeres para que dependan de los designios del Déspota que, cual padre autoritario, piensa y decide por ellos a cambio de satisfacer sus necesidades básicas (presunción esta última, como sabemos a estas alturas, altamente engañosa). Resultan, por ende, atrofiados o manipulados en su innata capacidad y virtual derecho de actuar como seres dotados de libre arbitrio.

            El propio Kant y en nuestra era Foucault han advertido contra los peligros de tan radicales proyectos. Dice el primero que si bien es posible que una revolución provoque la ruina de un despotismo personal, que ponga fin a una opresión inspirada en la venalidad o la ambición, nunca traerá consigo una verdadera reforma del modo de pensar, pues surgirán nuevos prejuicios que serán tan eficaces como los antiguos para mantener atado a un pueblo que no piensa"[9]. Y acota el segundo que el tipo de cambio que han de suscitar el ejercicio de la crítica y la reflexión sobre los límites de la transgresión debe "dar nuevo ímpetu, en la más vasta medida posible, al desempeño indefinido de la libertad", descartando por ende todo proyecto con pretensiones absolutistas o totalitarias. Son preferibles, dice el filósofo francés, "las transformaciones parciales que se han hecho en la correlación del análisis histórico y la actitud práctica a esos programas de creación de un hombre nuevo que han repetido a lo largo del siglo XX los peores sistemas políticos"[10].

­­            Ilustración significa justamente salir del estado de minoría de edad y acceder, por medio del ejercicio de la libertad y la autonomía, a una progresiva madurez cívica. De modo similar, aprender no es sólo salir de la ignorancia de las vocales y consonantes, llegar a escribir y proferir las letras, firmar el nombre. No basta ser alfabetizado para ser letrado o ilustrado. La alfabetización aplicada –por así decirlo– al vacío es condición para la adquisición de cultura pero no supone una tradición de cultura, una tradición letrada: es un terreno por abonar, generación tras generación. La ambiciosa gesta alfabetizadora cubana de los años '60 alcanzó un noble pero también estratégicamente necesario objetivo. Frente al creciente éxodo masivo de la población letrada, garante y funcionaria de las instituciones sociales, había que prever un urgente relevo. Era preciso consolidar el esfuerzo alfabetizador no sólo por el bien de aquella parte de la población hasta entonces analfabeta, sino también con miras a ganar adeptos, reestructurar a fondo la enseñanza básica y reorientar estratégicamente la educación superior a fin de formar a los cuadros necesarios para atender a los nuevos fines políticos e ideológicos. Ello dio a la educación un carácter ideológicamente exclusivo anclado en la censura y la represión de toda desviación y de toda diferencia (de orientación política, confesional, sexual o de otra índole), con el consiguiente efecto devastador para la autonomía personal y la libertad de pensamiento, conocimiento y expresión.

            Obsesionada aún por las primeras sílabas ke me enseñó mi abuela, maestra rural, Ilustrada si la hubo en los albores de la Repúblika –sílabas komo pan, komo lar, komo , komo no– diskúlpenme si insisto en algo elemental: hoy ke --kon mayor o menor brío, komo en la eskuela-- todos los kubanos son o presumen de ser letrados, se imponen no obstante unas preguntas para analfabetos, ke el Ilustrado no se kansa de repetir:

            ¿Puede ser aceptable, a estas alturas de la historia, que durante más de medio siglo un pueblo esté sujeto al dictado inimpugnable de un Déspota –directa o, vicariamente, a través de algún miembro de su clan–sin tener derecho a elegir a sus gobernantes y cambiarlos periódicamente? ¿Es admisible que en una nación de supuestos letrados haya que hablar por señas, o callar, o bien tragarse las palabras en público o en privado, o vomitarlas en la cárcel? ¿Es racional que se cierren revistas, que se quemen remesas de libros regalados por instituciones benévolas, incluidos ejemplares de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789? ¿Que se excluyan de los programas académicos autores fundamentales de la filosofía, la historia y las letras, del mismo modo que se han hecho desaparecer de los diccionarios de la literatura nacional los nombres de escritores exiliados o declarados traidores por no ajustarse al molde uniforme? ¿Es acaso indiferente que durante décadas se haya atropellado y castigado de burdas o sutiles maneras la libertad de pensamiento, la libertad de culto, el derecho a practicar la diferencia sin que ello infrinja los derechos ajenos? ¿Es esta situación de sumisión, intimidación y represión digna de personas letradas?

            La respuesta del Ilustrado a esas preguntas de perogrullo y a estas agresiones (i)letradas es una de akellas sílabas simples: NO. No un no kubano: un no no. Porke ojo kon el no kubano, ke es de ampanga (y komo tal, gallego o afrikano y –digamos eufemísticamente– relativo). O sea: el no kubano es kamaleóniko e histrióniko komo el sujeto ke lo emite. Hay toda klase de improbables teorías al respekto[11], pero la ke akí expongo es la mera esencia del no kubano: efektista, superlativamente afirmativo, negativamente kompetitivo, aumentativamente reduktivo, konkordantemente disyuntivo y, kómo no, solidariamente individualista. ¿Vite eso, tú? No, pero eso no e ná mi hemmano, déja ke tú vea. No no, pero ven aká, eso e una babbaridá, chiko. No no no, eso e tremendo. No, ké va, eso no tiene nombre, viejo. No, chiko, no, eso e una miedda.

                                                                                     [Continuará...]


[1] Peter Sloterdijk, Critique de la raison cynique, París: Christian Bourgeois Éditeur, 1987, págs.8-11.
[2] Ibid., pág. 117.
[3] Michel Foucault, "What is Enlightenment?", The Foucault Reader, ed. Paul Rabinow, Nueva York: Pantheon Books, 1984, págs. 32-50.
[4] Peter Sloterdijk, op.cit., pág. 116.
[5] Arthur Rimbaud, “Voyelles”, Oeuvres, Garnier, París, 1960, pág. 110.
[6] Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, I, 37, ed. Martín de Riquer, Barcelona: Clásicos Planeta, 1980, pág. 419.
[7] Peter Sloterdijk, op. cit., pág. 96.
[8] Immanuel Kant, The Contest of the Faculties, in Hans Reiss, ed., Kant: Political Writings, 2ª ed., Cambridge: Cambridge University Press, 1991, págs. 182-183.
[9] Immanuel Kant, Qu'est-ce les Lumières?, Paris: Nathan, 1994, pág. 69.
[10] Michel Foucault, op.cit., págs. 46-47.
[11] Véase Eduardo Labarca, “El no cubano”, Encuentro de la cultura cubana, Nº 10, Madrid, otoño de 1998, págs. 31-34.