domingo, 16 de octubre de 2011

MÁS SOBRE VIENA…

Es octubre y otra vez la Viennale

       En mi entrega anterior sobre Viena hablé de la existencia de varias Vienas y me referí brevemente a un par de películas ambientadas en esta ciudad que la muestran con especial agudeza en determinados momentos de su acontecer: su avatar como sede de intrigas y persecuciones en la inmediata postguerra, en el caso de El tercer hombre, y su sustrato postmoderno de violencia psíquica y sexual a las puertas del tercer milenio, en La pianista. Estas han pasado a ser películas de culto aunque distan, con creces, de ser las únicas. Y es que existe una Viena cinéfila (y cinéfaga) que imanta a directores y actores y cautiva a espectadores, sin duda a causa de sus inigualables escenarios naturales y urbanos pero sobre todo por un cierto aire de misterio untado de nostalgia que aún recorre a esta ciudad reacia a la total transparencia y a la plana univocidad. El cine, la música, la literatura, el arte en general son los medios que mejor la expresan, revelándola al sesgo, en fondo de ausencia o en presencia sublimada. Uno de esos directores que la amó fue –y aprovecho para rendirle mi homenaje póstumo– Raúl Ruiz, el chileno afable y genial (Raoul para los franceses, que lo adoptaron como suyo), quien rodó aquí, en 2005, sobre un tema proverbialmente vienés, una de sus más hermosas películas: Klimt (2006). Por esos días antes del estreno estuve varias veces con Raúl, conversando en el bar del Hotel Intercontinental o en los diversos cócteles y ágapes de presentación del film. Entre sorbos de vino tinto, hablaba con respeto y admiración de “sus” actores, entusiasmado de poder rodar en nobles mansiones vienesas de fines del siglo XIX y en el propio atelier de Klimt, con túnicas, vestidos y muebles que fueron del pintor. La ciudad y hasta el clima le habían sido propicios. Presionado por los productores, esclavos del costo-beneficio, Raúl había tenido que editar la película en dos versiones, la completa “de autor”, de casi tres horas –la duración que le pedía su ritmo creador– y la, para él, incompleta de los 96 minutos más o menos tradicionales de un largometraje comercial. Con su característico concepto poético de la obra cinematográfica y actores estrella como John Malkovich, Veronica Ferres, Stephen Dillane, Nikolai Kinski y Saffron Burrows, entre otros, Raúl consideraba –sonriente, resignado– que cortar la película era poco menos que un sacrilegio. Al ver ambas versiones, me resultó evidente que en efecto lo era. La Viena cinéfila recuerda hoy a Raúl Ruiz en esta Viennale 2011 al incluir en la muestra no esa, sino otra película del cineasta chileno desaparecido en agosto de este año curiosamente relacionada también con el arte y sus marchantes, ambientada en París: L’hypothèse du tableau volé, de 1979.

       En esta temporada la Viennale tiene como director y actor invitados respectivamente a David Lynch y Harry Belafonte; se inaugura con el último film del célebre finlandés Aki Kaurismäki y parte, al día siguiente, con Americano, la primicia de Mathieu Demy, vástago de una unión –la de Agnès Varda y Jacques Demy– que no podía producir sino a otro cineasta. El programa abarca largometrajes de todos los continentes, incluida una importante presencia de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, México y Uruguay), así como documentales, cortos, tributos a varios creadores de obras cinematográficas para la pantalla grande o chica y de performances audiovisuales, cine vanguardista o experimental, películas mudas de los años 20 procedentes de los archivos de la cinemateca austríaca y una retrospectiva de la obra de la cineasta belga Chantal Akerman y de los filmes, seleccionados por ella, que representaron un hito en su formación. Tales retrospectivas, organizadas cada año por el Österreichisches Filmmuseum, son como el aperitivo y el postre de la Viennale, pues suelen comenzar antes y terminar después de ésta, y constituyen para mí uno de los platos fuertes del festival de cine de Viena. El único problema, en este mundo de consumo exponencial –incluso de arte– es, como dicen los franceses, l’embarras du choix, el exceso de opciones o, por ponerlo de otra forma que me es cara, la añorada falta de ubicuidad (temporal y espacial).

       Antenoche vi Mamma Roma de Pasolini con una entrañable actuación de Anna Magnani, en plena y bella madurez en 1962, y anoche fue La captive de Chantal Akerman, inspirada en La prisonnière de Proust. Hoy voy a ver un clásico de Douglas Sirk de 1955 con Rock Hudson, Lauren Bacall, Robert Stack y Dorothy Malone, Written on the Wind; mañana otra de Chantal Akerman, el martes (fuera de la Viennale) la última de Almodóvar, el jueves la inaugural de Kaurismäki y el viernes la del joven Demy además de otra de Akerman con una de mis actrices favoritas de todos los tiempos, Delphine Seyrig. Para estas dos últimas, proyectadas back to back en dos cines distintos, tendré que correr una pequeña maratón a lo largo de la antigua muralla de la ciudad que es hoy ese famoso bulevar circular, el Ring vienés. Espero que no llueva…

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